sábado, 3 de septiembre de 2011

MI MARaaaAVILLA

Hoy quiero escribir sobre mi entorno.
Quiero contarte de cómo elegí el mar como paisaje. De qué manera lo integré a mí cotidianidad. Del modo que lo asumí como un sentido más a mi lista de sentidos: vista, oído, olfato, gusto, tacto y mar…
Yo crecí pegada a la falda de una montaña a pesar de vivir en la ciudad; toda una suerte. En otros barrios, los chavales no podían salir a la calle si no les acompañaba un adulto. Y sólo ejercían de niños cuando tenían la fortuna de poseer una casa en las afueras o parientes en un pueblo.

Los días de fiesta y en vacaciones, que era cuando no había escuela, con los chicos del barrio, trepábamos por la ladera hasta intentar tocar el firmamento. Pero siempre nos cansábamos antes y entonces hacíamos un alto en el camino para merendar y reponer fuerzas. Normalmente, después del tentempié, desistíamos de nuestro propósito y volcábamos nuestra atención en los animalillos que se escondían entre las malezas, mientras desandábamos lo andado. También usualmente me encaraba a mi amiga Conchita que parecía tener vocación, no sé si de taxidermista o de médico forense –no fue ni lo uno ni lo otro-, empeñada en diseccionar lagartijas en pro de la ciencia.

-¡Cállate ya! -me decía-. Ya verás cómo le vuelve a crecer la cola.

En mi ciudad, también había playa. Pero estaba lejos, muy lejos de nuestra vivienda. A veces, mi madre se ponía de acuerdo con alguna vecina y nos íbamos de “excursión”. Recuerdo que marchábamos a buscar el transporte público pertinente, cargadas hasta los topes: que si sombrilla, que si toallas, que si comida, que si bebida… Mi padre, que en su juventud había estado embarcado en la marina mercante, pasaba del tema.

-Es para los peces –sonreía-. Divertíos haciendo de pez.
Aquel azul inmenso del mar que se juntaba con el azul del cielo grandioso, allá a lo lejos, se me metía por los ojos y se me quedaba dentro, muy dentro.

-Es el infinito –me decía a mí misma. –Nunca he visto nada más grande.

¡Y cómo disfrutaba con las embestidas de la espuma! Para mi eran como las millares de burbujas que se te meten por la nariz cuando bebes cava, pero estallando en tu cuerpo.

De cuando en cuando, se divisaba un barco en el horizonte deslizándose majestuosamente, y yo estaba convencida de que cuando se navegaba por ese límite, sólo se podía circular de derecha a izquierda o a la inversa,  porque después de la línea habitaba el misterio.
-Más allá –me explicaba mi madre- viven otras gentes, otros pueblos, otras culturas.
Pero yo no la creía. Misterio y sólo misterio. Tal vez hubiera el vacío en el estómago que te produce el descenso en una montaña rusa. Pero sólo tal vez.
No creas que no entienda la belleza de los bosques o la majestuosidad y fortaleza de las montañas, que no disfrute de las espléndidas tonalidades de su vegetación otoñal y no me sobrecoja su visión imponente. Gozaré de esa experiencia un día, máxime dos, porque mi vista se cansa de topar con la pared impenetrable de las colinas (a lo mejor si me asentara en el techo del mundo, en el punto más alto del Everest…) y me falta el espacio que nunca termina.
No me vengas ahora con la falacia de que el mar es monótono, que no cambia jamás y que por eso te aburre. Eso quiere decir que no lo has mirado con atención dos días seguidos… Nunca es igual: gris, cerúleo, azul intenso o marino, negro, turquesa, verde, naranja, fucsia, granate, amarillo, oro, plata, con brillantes, calmo, turbulento, espumoso, agresivo, mimoso, manso, peligroso… Nunca es igual. Y no lo enojes. Se merece un respeto.

¡Mi maravilla!

¿Sabes cuando me robó definitivamente el corazón? Debía tener yo unos catorce años y en la tarde de un frío enero, una de mis abuelas, la que había cumplido ya los ochenta y que nos había venido a visitar desde muy lejos, quiso que la acompañara a la playa. Una vez allí, se descalzó y entró en el agua helada. Pensé que le daría un patatús y buscaba a mí alrededor alguien que pudiera echarme una mano si eso ocurría, pero me topé con una puesta de sol reflejada en el agua. Mi abuela se bañaba los pies en unas aguas que ardían de color. ¡Qué magnífico espectáculo! 
-Encontraré a faltar este momento –me confesó ella.
A partir de entonces me prometí esforzarme para establecerme en la ribera y no perderla nunca de vista.

Lo cierto es que la vida de pronto, aunque no sea tu voluntad pero sí tu necesidad, prioriza otras metas. Y te parece que tendrás que renunciar a tus sueños. Pero no desistes y te los guardas para que un buen día, si están en tu memoria, puedas recuperarlos. Así fue para mí.
Al despertar y asomarme al exterior, no tropiezo con los balcones o las ventanas de la acera de enfrente ni tampoco con las altas montañas, mi mirada se zambulle en el mar, nada hasta el horizonte y se  funde en el cosmos. Y al irme a dormir, muchas noches, escudriño la disolución de la luna en el mar componiendo una superficie estrellada que parece eterna, punteada aquí y allá por las luces de las embarcaciones de los pescadores. Y otras, contemplo la grandiosidad de esa tormenta que encabrita olas, tejiendo una hermosa puntilla ondulada o dibujando relámpagos y vociferando con grandilocuentes truenos…
He llegado aquí. Estoy donde quería. Pero, ¿qué pasará mañana? El día que no controle mi vida, ¿dónde irá a parar mi líquido elemento?
Si supiera de algún geriátrico al borde del agua, ya me pondría en lista.
Pero no importa, en cualquier caso, nadie puede quitarme el mar. ¿Recuerdas que un buen día se me incorporó y se erigió como mi sexto sentido?
Tú que me lees, puedes ser mi testigo testamentario. 
Y después, cuando se me cierren los ojos, se ensordezcan mis oídos, se me pierdan las fragancias, el sabor sea el sinsabor de los que me hayan querido, las caricias se me enfríen en la piel y el mar quiera reintegrarse al océano…, que me entreguen a él.
Porque daré de comer a los peces, bucearé confiada por los atolones de coral, visitaré las grandes simas y regresaré a los orígenes de la especie humana.