sábado, 20 de abril de 2013

LA CAJA DE LOS ÁNGELES

Narración tardía de Navidad

Esta historia empezó hace algunos años un buen día que descolgué las cortinas que me aíslan del exterior para lavarlas. El paisaje me golpeó sin remedio: mucho más crecido de lo que yo lo recordaba desde dentro, grandilocuente, seductor… Como era invierno, entró el sol y se fue apropiando del espacio, animando todos los objetos, tonificándome con su abrazo.

-¡Qué prodigio! –me dije a mí misma- Las limpiaré, pero no vuelvo a colgarlas.

Los amigos me decían:

-No sabes lo que haces. Se te estropearan los muebles, se te quemarán los cuadros…

Y tuvieron razón. Pero a mí no me importaba porque la luz me llenaba de alegría, al tiempo que al paisaje lo veía como la mejor apuesta por la decoración de mi casa.

Así que me quedé con el espectáculo, la iluminación y muchas anillitas de las que no pendía nada. Momentáneamente.

Se acababa el año y, en consecuencia había que recrear fiestas.

Normalmente, compongo los cuatro tiestos que tengo en la terraza como si fueran clásicos árboles de Navidad. Es mi insulsa contribución a lo no tala de árboles y, además, a mi me gusta el resultado. Encuentro que queda gracioso. Pero, esas navidades, con todos aquellos círculos vacios que parecían estar pidiendo una razón de ser, se me ocurrió que podría ocuparlos con motivadores adornos.

No me hagas explicarte como llegó a mis manos el primer ángel colgante y cómo me robó el corazón, porque no me acuerdo. Era de cristal y tocaba una trompeta apocalíptica. Eclipsó cualquier otro tipo de ornamento. Y fue el disparo de salida para ir montando mi ejército celestial. Así tomé la decisión de que, de aquellos redondelitos, sólo pendería una corte seráfica.

No vayas a creer que se trataba de una tarea fácil. Sólo encuentras ángeles para colgar, en Epifanía. Y los modelos son limitados. Eso sí, cada temporada se renueva el parque. El resto del año, los ángeles viven en tiendas de velas e imágenes religiosas, y no son de pender.

Ya pasados los Reyes, cuando devuelves a la casa su anterior aspecto, decidí indultar a mis alados amigos y dejarlos allí, suspendidos frente al cielo azul o la noche estrellada. Los nombré mis compañeros del día a día.

-Es posible que hasta me protejan de adversas vibraciones y malos espíritus-, me dije a mi misma. –Eso es un plus. 

De ese modo, todos los diciembres, si un ángel me seducía, lo compraba. Y no sólo era yo;  los amigos, sabedores de mi nueva pasión, ¡me regalaban ángeles!

Los tenía de los más variados aspectos, actitudes y materiales:
cerámica, rafia, papel, ropa, fieltro…, gordos, flacos, bellos, cómicos, abstractos, minimalistas… También de varias categorías: ángeles, arcángeles, serafines, querubines… Podían volar en diferentes posturas, leer una partitura, tocar la flauta, el acordeón, la trompeta, la guitarra, el violín, la pandereta, la zambomba… Los pendía a distintas alturas y, cuando todos los espacios estuvieron ocupados, les hice sitio y de una anilla descendían, escalonadamente, tres o cuatro alados, por lo menos.

Los visitantes se quedaban asombrados y exclamaban:

-¡Ooooh! Qué original.

El diciembre pasado ni siquiera veía a mis ángeles. Ya se me habían incorporado al entorno sin remedio, por lo que no sumé ni uno más a la colección. Lo que si vi con un cierto incomodo, es como sus sombras se proyectaban sobre el suelo, las paredes, los muebles, las pinturas, las fotografías de los seres queridos… Eran como un enjambre asfixiante que se apoderaba de todo, incluso de mi. Los notaba sobre mi piel, sobre mi ropa, enredados en el pelo… Me obligué a ser consciente de esa presencia colgante y comprendí que era otra cortina sobre mi horizonte. 

-¡Me estáis tapando la luz y el mundo!- pensé.

Me acerqué y los miré atentamente. Habían perdido muchas de sus facultades. Me di cuenta que sus alas eran como las de Ícaro, deshechas por el sol. Sus ropas no habían tenido mejor suerte, descoloridas y frágiles.

Fui a buscar una caja de cartón, me subí a una escalera  y, con sumo cuidado, fui cortando el hilo que les hizo volar y fui guardándolos con pulcritud. (Siempre he creído que si has amado realmente a algo o  a alguien, le debes un respeto, porque también te lo debes a ti mismo).

Y el sol desenfrenado e ininterrumpido volvió con el paisaje.

Para evitarme la tentación de  ponerme a coleccionar, pongo por caso,  ángeles caídos colgantes (que por cierto serían bastante más difíciles de conseguir que los benditos –piénsalo si no-), desmonté la barra con las  anillas. 

Calculé cuando pasaría el camión eléctrico que recogía cartones y allí puse la caja. Pero me quedé atisbando porque me creía en cierto modo, responsable de su suerte y sentía dentro de mí como un remordimiento: ¿qué sería de ellos?

Al poco rato llegó el camión silencioso. De él bajó una mujer con gesto adusto, un cabello muy corto y oxigenado  y  unos guantes desproporcionados y bastos  enfundando sus manos. Empezó a recoger los cartones plegados, dejando mi caja para lo último. Cuando sólo le quedaba ella, la abrió, se quitó una manopla y atrapó uno de los ángeles. Su expresión se dulcificó. Lo volvió a guardar y, con expresión satisfecha, se llevó el conjunto con ella a la cabina. Después reanudó la marcha hasta una próxima pila de cartones.
Interpreté que para ella aquella caja había sido un regalo del cielo.

Moraleja: cortinajes, demonios o ángeles te pueden tapar el sol (siempre eres tu quien lo provoca). Y, lo que a ti un día te tapa el sol, a otro le da luz.