Narración tardía de Navidad
Esta
historia empezó hace algunos años un buen día que descolgué las cortinas que me
aíslan del exterior para lavarlas. El paisaje me golpeó sin remedio: mucho más
crecido de lo que yo lo recordaba desde dentro, grandilocuente, seductor… Como
era invierno, entró el sol y se fue apropiando del espacio, animando todos los
objetos, tonificándome con su abrazo.
-¡Qué
prodigio! –me dije a mí misma- Las limpiaré, pero no vuelvo a colgarlas.
Los amigos
me decían:
-No sabes
lo que haces. Se te estropearan los muebles, se te quemarán los cuadros…
Y tuvieron
razón. Pero a mí no me importaba porque la luz me llenaba de alegría, al tiempo
que al paisaje lo veía como la mejor apuesta por la decoración de mi casa.
Así que me
quedé con el espectáculo, la iluminación y muchas anillitas de las que no
pendía nada. Momentáneamente.
Se acababa
el año y, en consecuencia había que recrear fiestas.
Normalmente, compongo los
cuatro tiestos que tengo en la terraza como si fueran clásicos árboles de
Navidad. Es mi insulsa contribución a lo no tala de árboles y, además, a mi me
gusta el resultado. Encuentro que queda gracioso. Pero, esas navidades, con
todos aquellos círculos vacios que parecían estar pidiendo una razón de ser, se
me ocurrió que podría ocuparlos con motivadores adornos.
No me hagas
explicarte como llegó a mis manos el primer ángel colgante y cómo me robó el
corazón, porque no me acuerdo. Era de cristal y tocaba una trompeta
apocalíptica. Eclipsó cualquier otro tipo de ornamento. Y fue el disparo de
salida para ir montando mi ejército celestial. Así tomé la decisión de que, de
aquellos redondelitos, sólo pendería una corte seráfica.
No vayas a
creer que se trataba de una tarea fácil. Sólo encuentras ángeles para colgar,
en Epifanía. Y los modelos son limitados. Eso sí, cada temporada se renueva el
parque. El resto del año, los ángeles viven en tiendas de velas e imágenes
religiosas, y no son de pender.
Ya pasados
los Reyes, cuando devuelves a la casa su anterior aspecto, decidí indultar a
mis alados amigos y dejarlos allí, suspendidos frente al cielo azul o la noche
estrellada. Los nombré mis compañeros del día a día.
-Es posible
que hasta me protejan de adversas vibraciones y malos espíritus-, me dije a mi
misma. –Eso es un plus.
De ese
modo, todos los diciembres, si un ángel me seducía, lo compraba. Y no sólo era
yo; los amigos, sabedores de mi nueva
pasión, ¡me regalaban ángeles!
Los tenía
de los más variados aspectos, actitudes y materiales:
cerámica, rafia, papel,
ropa, fieltro…, gordos, flacos, bellos, cómicos, abstractos, minimalistas… También
de varias categorías: ángeles, arcángeles, serafines, querubines… Podían volar
en diferentes posturas, leer una partitura, tocar la flauta, el acordeón, la
trompeta, la guitarra, el violín, la pandereta, la zambomba… Los pendía a
distintas alturas y, cuando todos los espacios estuvieron ocupados, les hice sitio
y de una anilla descendían, escalonadamente, tres o cuatro alados, por lo
menos.
Los
visitantes se quedaban asombrados y exclamaban:
-¡Ooooh!
Qué original.
El
diciembre pasado ni siquiera veía a mis ángeles. Ya se me habían incorporado al
entorno sin remedio, por lo que no sumé ni uno más a la colección. Lo que si vi
con un cierto incomodo, es como sus sombras se proyectaban sobre el suelo, las
paredes, los muebles, las pinturas, las fotografías de los seres queridos… Eran como un enjambre asfixiante que se apoderaba de todo, incluso de mi. Los
notaba sobre mi piel, sobre mi ropa, enredados en el pelo… Me obligué a ser
consciente de esa presencia colgante y comprendí que era otra cortina sobre mi
horizonte.
-¡Me estáis
tapando la luz y el mundo!- pensé.
Me acerqué
y los miré atentamente. Habían perdido muchas de sus facultades. Me di cuenta
que sus alas eran como las de Ícaro, deshechas por el sol. Sus ropas no habían
tenido mejor suerte, descoloridas y frágiles.
Fui a
buscar una caja de cartón, me subí a una escalera y, con sumo cuidado, fui cortando el hilo que
les hizo volar y fui guardándolos con pulcritud. (Siempre he creído que si has
amado realmente a algo o a alguien, le
debes un respeto, porque también te lo debes a ti mismo).
Y el sol
desenfrenado e ininterrumpido volvió con el paisaje.
Para
evitarme la tentación de ponerme a
coleccionar, pongo por caso, ángeles
caídos colgantes (que por cierto serían bastante más difíciles de conseguir que
los benditos –piénsalo si no-), desmonté la barra con las anillas.
Calculé
cuando pasaría el camión eléctrico que recogía cartones y allí puse la caja. Pero me
quedé atisbando porque me creía en cierto modo, responsable de su suerte y sentía
dentro de mí como un remordimiento: ¿qué sería de ellos?
Al poco
rato llegó el camión silencioso. De él bajó una mujer con gesto adusto, un
cabello muy corto y oxigenado y unos guantes desproporcionados y bastos enfundando sus manos. Empezó a recoger los
cartones plegados, dejando mi caja para lo último. Cuando sólo le quedaba ella,
la abrió, se quitó una manopla y atrapó uno de los ángeles. Su expresión se
dulcificó. Lo volvió a guardar y, con expresión satisfecha, se llevó el
conjunto con ella a la cabina. Después reanudó la marcha hasta una próxima pila
de cartones.
Interpreté que para ella
aquella caja había sido un regalo del cielo.
Moraleja: cortinajes,
demonios o ángeles te pueden tapar el sol (siempre eres tu quien lo provoca).
Y, lo que a ti un día te tapa el sol, a otro le da luz.