In memoriam
Si se nace,
se muere. No imagino que nadie pueda discutirme eso. Luego, si se quiere y
quien quiera, podrá plantear eternidades (Antoine-Laurent Lavoisier: “La
materia no se crea ni se destruye sólo se transforma”) según sus escepticismos o sus creencias. Justamente las mías empezaron a
tambalearse ante las contradicciones que me parecía descubrir en la religión
católica, apostólica y romana, credo en el que había sido educada.
Tenía más o
menos once años y en mis entendederas no cabía la desesperación de los
familiares de un ser querido que dejara de existir. Me decía: no era mala
persona, por lo tanto no irá al infierno. Y si va al cielo, ese sitio en que se
está tan bien y en que lo tienes todo además de estar al lado de Dios, ¿por qué
no estamos contentos?
Claro que a
aquella edad, sólo se me había muerto un pájaro. Y me dolió tanto que no paraba
de llorar. Entre otras cosas, porque mi religión no tenía previsto un paraíso
para mascotas.
Aun hay
otra realidad que considero incuestionable y es que uno va creciendo y que, en
el proceso, va acumulando bastantes dudas, un montón de experiencias y
cadáveres. Muchos cadáveres.
No sé si les
evoco o si son ellos los que reclaman mi atención porque, de pronto, sin venir
a cuento, noto a mi abuelo (mi primer muerto humano) haciéndome tropezar con
caramelos. Veo a tía Josefina rellenando esa pintada que cocinaba como nadie. Escucho
a mi padre hablándome del alma. Me miro al espejo y me devuelve la imagen de la
abuela que se pone sus aretes cada día, porque explica que una mujer sin
pendientes es como un burro sin orejas (¿). Oigo, aun con muchísima tristeza, a
mi madre que me dice que ya va siendo hora de irse. Y ahí está también mi
elegante e impecable amigo Jesús, muy delgado ya, casi etéreo, horrorizado por
mi poco convencional indumentaria…
Entiendo
bien a uno de mis suegros, que descanse en paz, cuando manifestaba que uno
empieza a saber que se está haciendo viejo, en el momento en el que ve como
fallece gente a su alrededor que ya no son sus mayores, si no sus iguales.
Aunque sé
que todavía tengo muchos amigos vivitos y coleando, este fin de año se han producido más bajas. Y
todas seguidas.
Se fue mi
amigo Toni, el que influyó para que me metiera en este espacio. Sí, el del que
hablo en los datos personales… Junto a Toni y a otros compañeros, y no sé si
ellos lo supieron nunca, experimenté el valor de las pequeñas comunidades
frente a las desalmadas urbes. Comprendí por qué los pequeños países, como los nórdicos por ejemplo, se gestionan mejor: en las colectividades medidas, las
desigualdades sociales se pueden igualar más fácilmente con la aportación de
todos, las corrupciones quedan demasiado evidentes para ser soportadas y, en
consecuencia, sus gentes puede estar más y mejor realizadas. Se fue mi amigo
Toni, un día después iba a cumplir años, y aun está en mi memoria su voz
insistente: “Escriu Maïa, escriu”.
También
partió mi amiga Conchita, la de la infancia, la de tantos y tantos momentos
escolares, la que tuvo un oído portentoso que no quiso oír (le tatareabas una
melodía y ella la interpretaba con cualquier instrumento musical que pusieras
en sus manos). La que era más amiga de
los animales que de las personas… Se la encontraron después de Navidades, de
sus solitarias Navidades, tirada en el suelo rodeada de sus perros. Dicen que
llevaba cuatro o cinco días muerta. ¡Cómo me sobrecogió su patético deceso! Ya
lo sé, ya lo sé. Todo el mundo muere solo. Es un acto personal e intransferible.
Íntimo. Pero con gente a su alrededor que intentará acompañarle. Me reconforta
pensar que, en su desolación, estuvo con los que más quería: sus animales. Y la
escucho reírse, reírse de ella misma, sorda a sus aptitudes sinfónicas.
Se marchó
Moisés Broggi, el doctor Broggi. Probablemente le había llegado la hora, porque
tenía 104 años de humanidad, de enterezas y conocimientos. A él, no me vinculaban
lazos de amistad, sólo me unían sentimientos de admiración, respeto y
agradecimiento, (y digo sólo, porque en definitiva a mis amigos también los
admiro, respeto y agradezco su camaradería). El doctor Broggi salvó a mi hija y
uno no puede borrar de la memoria un hecho así. Le veo junto al lecho preocupado
por la reacción de su paciente, intentando animarme: es joven. Saldrá de ésta.
Para acabar
de estigmatizar al pasado mes de diciembre, justo en ese mes, empecé a oír
hablar de los primeros suicidios relacionados con la crisis en la que estamos
sumergidos. Y aunque no conocía a esas personas y en consecuencia no podía
quererlos, me abrumó tanto todo su sufrimiento, impotencia y desesperación, que
no pude por menos que ponerme en su lugar y notar el peso de un futuro ahogado
e hipotecado de por vida, el vacío de su paisaje sin horizonte… Y yo fui ellos.
Soy ellos.
Deseo que
en la otra vida, cada uno de ellos haya alcanzado lo que esperaba encontrar: el
descanso, el paraíso (tal como lo había soñado), la evolución, la
reencarnación, la transformación, la nada, el todo…
“Deja que los muertos entierren a
los muertos”, Mateo 8:21-22.
Aunque
debiera olvidarme de ellos, no puedo olvidarme de ninguno.
Subsisten en
mi: mis muertos vivientes.
Y no sé. No
sé si soy yo quien les evoco o son ellos que no quieren abandonarme.
“Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón
te seguirá hablando”. Rabindranath Tagore