martes, 1 de enero de 2013

“Las promesas de los políticos no comprometen en absoluto a los propios políticos que las hacen, sino a las personas que se lo creen”


Mi amigo José María el viajero, ese que vive en el pequeño pueblo de Montarnaud, el que cría gallinas de vistosos colores que ponen deliciosos huevos, el que colecciona grandes piedras de curiosas e inquietantes formas –esculturas cinceladas por el tiempo-, rocas de cualquier pedazo del mundo, ese que cultiva en su huerto un ejemplar de olivo de cada rincón olivarero de España y variadas especies de tomates de simientes antiguas y sabrosas carnes, ese que ama trabajar la tierra, me hace llegar el enunciado del título, con el fin de darme pie para que siga escribiendo en mi blog. 

Apunta exactamente:

He oído una frase en este país que espero te pueda servir para hacer uno de tus artículos que hace tiempo no he tenido el placer de leer:

“Las promesas de los políticos no comprometen en absoluto a los propios políticos  que las hacen, sino a las personas que se lo creen”

Y, mira por dónde, después de tanto desencanto, frustración e impotencia que me dejaron sin palabras, tomo el testigo y vuelvo a decir.

Desconozco qué boca se expresó en semejantes términos, ni dónde quería conducirnos. Porque esa sentencia, para mí, tiene varias intenciones que van en consonancia con el tono y con los labios que las articulen.

Trataré de poner algunos ejemplos:

Si la expresó un filósofo, entenderemos que fue fruto de una sesuda y serena reflexión sobre el comportamiento del ser humano ante acontecimientos tan destructivos para su crecimiento como tal. Por supuesto, el sabio habrá valorado antes los años y años, los lustros, los siglos, en que se ha educado a los creyentes en ignorancia, sumisión, temor  y castración. El estudioso expone una evidencia.

Si la pronunció un poderoso con inflexión condescendiente (¡ah! si fue un poderoso…), entonces está tratando de exculpar a su clase. Y, ya se sabe, la mejor defensa es un buen ataque. La frasecilla de marras, pasaría a engrosar el saco de “pueblo tu eres el pecador”, donde amontonan, aprietan y esconden todas sus propias incompetencias, rapiñas y cinismos, ávidos de lavarse las manos incriminando a las gentes mentidas.

Si la voceó un ardoroso cabreado, pretendía hacerle reaccionar al oyente, con la intención de encender los ánimos para pasar a la acción. “Te prometerán todo lo que tú quieras oír y, como necesitas que sea cierto, posibilitarás su promesa: “se insumiso”,  “deja de aceptar y rebélate”, “deja de votar, pueblo, y toma el poder”.

Tal vez sea bueno que me detenga aquí.

No sé de qué materia estamos hechos, que logramos confundimos con nuestros propios deseos.


No sólo los políticos nos prometen y nos comprometen, también lo hacen los industriales (cremas adelgazantes, reafirmantes, rejuvenecedoras, crece pelos…, etc., detergentes que lavan a cual más blanco, tejidos que no se planchan…), los banqueros (participaciones preferentes con altos rendimientos), las religiones… Yo diría que tenemos tantas ganas de adelgazar, reafirmarnos, rejuvenecernos, no perder ni un cabello, tener la ropa más blanca del mundo, no planchar, rentabilizar al máximo los cuatro duros que atesoramos, alcanzar de alguna manera la inmortalidad, que estamos preparados  para dar crédito a la realización del cambio. 

Claro que antes, probablemente, nos crearon  la necesidad de no ser gordos, ni fofos, ni calvos, ni viejos…, y nos atiborraron de imputs con una educación basada en los Cuentos de Hadas, Superman y Walt Disney.

Ya crédulos, sólo tienen que investigarnos someramente para poner en evidencia nuestro “tendón de Aquiles” y así ofrecernos todo aquello que queremos lograr.

Visto así, tendremos que aceptar que sí, que de acuerdo, que los comprometidos son las personas que creen en las promesas de los políticos, de los industriales, de los bancos y de las religiones.

Pues mira, a propósito de falsedades, deja que te refresque esta fábula de Samaniego que seguro conoces: 

El zagal y las ovejas

Apacentando un joven su ganado,
Gritó desde la cima de un collado:
«¡Favor! que viene el lobo, labradores.»
Éstos, abandonando sus labores,
Acuden prontamente,
Y hallan que es una chanza solamente.
Vuelve a clamar, y temen la desgracia;
Segunda vez los burla. ¡Linda gracia!
Pero ¿qué sucedió la vez tercera?
Que vino en realidad la hambrienta fiera.
Entonces el Zagal se desgañita,
Y por más que patea, llora y grita,
No se mueve la gente escarmentada,
Y el lobo le devora la manada.

¡Cuántas veces resulta de un engaño,
Contra el engañador el mayor daño!

No me parece que podamos hacer dogma de fe de las palabras de Samaniego pero, si lo hacemos, tendremos que aplicarlas tanto por activa como por pasiva. El lobo va a devorar, no sólo la manada, también al bromista pastor, a los labradores y, si mucho me apuraras, hasta a él mismo. Autofagia. O eso espero.

¿Sabes que me gustaría?: que todos estos mis escritos llegaran a oídos de los políticos y funcionaran como los míticos cantos de sirena que en época de Ulises llevaban a zozobrar a los navegantes. Me los imagino allí, despanchurrados contra las rocas, imposibilitados para crear más desolación y terror. Ahogados en sus propias mentiras. Engullidos por fantásticas y sanguinarias quimeras, criaturas creadas por la ira de Dios.

Para colmo de males y a propósito de estas palabrerías, mientras escribo, otra frasecita se cruza en mi camino:

Quienes sólo saben contar la verdad no merecen ser escuchados. (Jonas Jonasson)

Pues estamos apañaos. ¿Para qué quieres más comentarios?