viernes, 6 de diciembre de 2013

Échame una mano

Aunque lo parezca, no es un Cuento de Navidad, si no de cada día


A ratos, tengo un serio problema, o siento un serio problema, con respecto a la caridad, piedad, solidaridad, humanidad, beneficencia, donativo, ayuda…, llámalo como quieras. Ya de entrada, ni siquiera me gusta ninguna de esas expresiones. Supongo que si lo analizara bien me daría cuenta de que soy una resentida de la educación y que descubro, agazapados en ellas,  contenidos políticos y religiosos  que me pesan como una losa. ¡Qué tonta! Si es precisamente eso lo que buscan dichos vocablos: agarrársete al pecho, meterse en tu corazón y estrujártelo hasta que te sea muy difícil respirar y te supongas parte responsable de las miserias humanas.

Pero ya digo: a ratos.

Otros, cojo todos los palabras con sus correspondientes definiciones,  las embuto a presión en “hagamos lo que podamos” e inicio la peregrinación del “dónde, cómo y con quién obro”. 

Ofertas no me faltan.

En los últimos tiempos, justo en esos en los que empezamos a hablar de la crisis, no escasean gestores,  proposicioes y sugerencias. 

Así pues, además de las campañas periódicas (maratón contra las enfermedades neurovegetativas, contra el cáncer, la lucha contra el sida, tsunamis, huracanes, tornados, tifones y una larga lista que nos asaeta en los medios de comunicación o por el camino, cada día, al leer mi correspondencia electrónica, encuentro mensajes de Avaaz.org, Médicos Sin Fronteras, Manos Unidas, Greenpeace, Amnistía Internacional, Oxfan Intermón, Unicef, Fundación Josep Carreras, Change.org, Aldeas Infantiles SOS, etc, etc., etc…  con cierta frecuencia por duplicado a causa de tener más de una dirección de correo e incluso por triplicado, cuadriplicado, o, o, o…, ¡en fin!, cuando un amigo o familiar decide que soy la persona indicada para apoyar una determinada proposición.

Todo va bien, mientras la fraternidad se traduce en firmas en contra o a favor de actitudes, pero, cuando hay que rascarse el bolsillo, la cosa cambia. ¿Puedo confiar en que el dinero que done (nunca será demasiado porque no nado en la abundancia) llegará a puerto? ¿No se quedará por el camino engrosando las arcas de cualquier desaprensivo (que todos sabemos que los hay en todas partes y, además, más de uno)? Y aquí se me rompe el flujo.

Pero no hay que desanimarse: en cualquier momento y rincón, me saldrá al paso alguna persona pidiéndome la voluntad. Me toparé con ella en el vagón del tren, a la entrada del supermercado (grandes y pequeñas superficies), a la puerta de la iglesia, el cine o el teatro, en el tramo más inhóspito de la calle… Y, desde luego, su “voluntad” es dinero. Y, naturalmente, mi “voluntad” es empezar a conjeturar.

¿Es  señuelo de una mafia que controla la mendicidad en la zona? ¿Lo querrá para alcohol o para otro tipo de drogas? ¿Será como aquella ancianita indigente, que cuando murió le encontraron millones bajo el jergón en el que dormía?... Además, de todos los que imploran, ¿a quién ayudo? 
Cartel en la parroquia de la calle Serrano (Madrid)

  
Los que ejercen la caridad como llave para el paraíso me dicen que nada de eso es importante, que lo que tiene valor es dar limosnas (“mica a mica, s’omple la pica- poco a poco se llena el barreño”) sin preguntarse dónde ni a quién  irán a parar (“haza bien y no mires a quién”), que lo substancial es la buena voluntad.

Entonces recuerdo una escena leída (posiblemente en “Adiós a las armas” de Ernest Hemingway, pero no estoy segura) en la que una mujer agotada, víctima de la guerra, camina con su bebé en brazos cuando la rebasa un camión militar descubierto. El conductor se compadece del dolor y fatiga de la madre y se detiene para que suba, acomodándola en la parte trasera, junto a los soldados. Acunada por el movimiento del vehículo, ella se relaja y se queda dormida. Cuando despierta, ha perdido a su hijo.  El chofer hizo una buena acción con consecuencias totalmente desastrosas.

Existe una máxima que dice: “el infierno está lleno de buenos propósitos” o “el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones”, que es prácticamente lo mismo.

¿El mensaje no será que cada uno debe seguir su destino?
 
Pero eso es entrar en cábalas que se alejan de mi propósito inicial: qué hacer cuando crees que puedes hacer algo.

Antes, años ha, sentar un pobre a tu mesa (¿recuerdas la escena en la película Viridiana –vedada para nosotros en su momento- del genial Buñuel?) era una propuesta concreta de efecto inmediato. Quizá inspirado en ello, un amigo me ha contado que él se lleva al bar más próximo, para desayunar o merendar, al que le pide una caridad. Y, me ha confesado, que no siempre es bien aceptado su ofrecimiento.

Sí viene al caso, mi episodio con aquellas rumanas de criaturas a cuestas (las criaturas siempre han resultado idóneas para la mendicidad porque tocan las fibras más sensibles del ser humano. Hoy están prohibidas en vivo y en directo, pero no reproducidas en los medios de comunicación), que me pidieron para pañales.

Las metí en una farmacia casi en contra de su voluntad:

-Danos el dinero y las compraremos muchos más baratos en otro sitio,- me decían.

Y como  yo no estaba dispuesta a que malgastaran mi óbolo, las obligué, poco más o menos, a aceptar los pañales sin tener en cuenta que por un lado, tenían razón y que, por el otro, los pañales desechables no son un artículo de primera necesidad. Y si no, que se lo pregunten a nuestras madres. 
   
Cartel en la parroquia de la calle Serrano en Madrid.jpg(Lo que faltaba: esta sociedad o este sistema, ha creado exigencias nuevas a todas las escalas ya sean pudientes o indigentes)

Otra decisión a tomar: qué es más ético, ¿dar a uno de tu entorno, casa o país, o a uno del resto del mundo? Porque, ya está claro que a todos nos los puedes socorrer. Y, prescindiendo de la moral, ¿qué es la que nos dicta nuestro cerebro?

Y mientas voy escribiendo estas entelequias, suena el teléfono:

-¿Si?

-En estos tiempos tan difíciles y tan cerca de las Navidades, ¿no se ha planteado que hay gentes en la más absoluta miseria, que todas las ayudas son pocas y que es necesario contar con usted?

-Pues mire, sí.- Y le cuelgo.

No me cabe ni  un proyecto más. No puedo soportar que intenten sensibilizar mi sensibilidad. Me parece indecente que se establezca como una competición de desgracias (cuál se vende mejor, cual da más pena), en menoscabo las unas de las otras…

Es contraproducente. 

Tanto input luctuoso consigue evidenciar no sólo mi impotencia, si no el de esta sociedad falta de justicia -que nos parece el no va más de los patrones sociales-  y, no me extrañaría que, al igual que dicen que les pasa a los médicos, vayamos endureciéndonos al ir sumando ante nuestros ojos y nuestros principios, cadáveres, atropellos, despotismos y miserias.

Pues mira, y para terminar, ¿sabes qué te digo? Que la llamada telefónica recibida ha hecho que tome una decisión: si sabes de conocidos que te necesitan, ¿a qué buscar desconocidos?

Cohecho solidario.

viernes, 18 de octubre de 2013

¡MANDA “GÜEVOS”…!

o como informar para que nadie se entere

Todo empezó el día que recibí por correo electrónico la comunicación del maltrato sistemático de una gran población de gallinas, a fin de centuplicar la obtención de huevos.
Ya no me extraña aquello de que a uno se le pone la piel de gallina porque, pobres gallinas, no hay para menos.

Resulta que a los huevos les imprimen unos números que nos explican (es un decir) un montón de cosas: tamaño, país de procedencia, granja de origen y forma de cría. En realidad, éste es el primer carácter del código y el que me sobrecoge en sobremanera.  

Por si no ha llegado a tus oídos (parace ser que el consumidor no tiene porqué saber qué significa), resulta que los dígitos van del 0 al 3. El 0 pretende revelar que la ponedora vive en libertad, sin presiones y alimentándose con lo que va picando aquí y allá, además de ingerir pienso que procede de agricultura ecológica. Normalmente esos huevos son más caros aunque los granjeros ganen menos dinero. A partir de esa cifra, la gallina va perdiendo progresivamente libertades hasta llegar al 3. El 3, que tan buenas vibraciones tiene (significa la “totalidad”, el pasado-presente-futuro, la trinidad, el primer número impar, la primera figura geométrica que se cierra, etc, etc…) es un drama en el mundo de las gallinas -y en el de las gentes impresionables como yo-: hacinadas en jaulas bien estudiadas para que no se ensucien de excrementos, con alas y picos mutilados para evitar que se muevan o se piquen entre sí, sobrealimentadas, siempre con luz artificial para que no exista ni día ni noche y coman y pongan constantemente… No dejo establecer un paralelismo entre la explotación de las gallinas y los seres humanos. A fin de cuentas, en ambos casos, lo que prima es la producción.

No tengo remedio, no sé porqué me sale otra vez la vena “guerrillera” y hablo de sociología, aunque sea de gallinas, cuando en realidad lo que quiero abordar es un asunto de información. Porque, ahora que ya te lo he explicado, te reto a que vayas a comprar media docena de huevos número 0 en cualquier autoservicio.

Como bien sabes los huevos vienen envasados en hueveras en un tipo de acetato transparente (aunque con el código escondido) o en un molde de cartoncillo preformado y opaco, en ambos casos sellados, y en razón de 6, 12, 18 e incluso 24 unidades, y el famoso código, a pesar de que parece que es preceptivo que esté visible, no podremos descubrirlo hasta que hayamos desprecintado el contenedor y tengamos un huevo en la mano. (De todos modos, no hay que preocuparse demasiado ya que, normalmente, sólo venden del número 3. Y las/los dependientes, ni siquiera saben eso de los guarismos.)

La pregunta es, si no puedes elegir la crianza antes de comprar, ¿a qué viene la información? Es más, ¿a quién están informando?

Pues no te pierdas esto: adquieres una malla de limones para preparar unos mojitos y…, lee, lee: tratado con imazalil y thiabendazol (¡si no lo conoce y ni el word que lo está subrayando en rojo!)

Pero Google, sí sabe:

El Imazalil es un fungicida sistémico inhibidor de la biosíntesis del ergosterol “sic


Tiabendazol. Fármaco que se utiliza en el tratamiento de las infecciones por lombrices “sic

El Tiabendazol es un compuesto químico con propiedades fungicidas. En la industria alimentaria se suele emplear con el código: E 233 “sic

¿Debo creer que cuando son a granel el agricultor no les pone "venenos comestibles"? ¡Anda ya!

¿Qué demonios está pasando para que un limón, un simple y natural limón, necesite semejante tratamiento? ¿Y a quién se lo dicen? ¿Alguien puede entender la jerga? Pero, ¿quieren realmente informarnos?

¿Te acuerdas de la época en que nos preocupaban los aditivos que llevaban la letra E y una cifra? Se editaron tablas que parecían las de “la ley” en las que se traducían las equivalencias y te avisaban si eran o no, sustancias perjudiciales (siempre resultan cancerígenas) para la salud.

Me hablan de que se habían llegado a conclusiones más transparentes sobre el tema en no sé qué cumbre, pero ante la oposición de los comercializadores que temían quedarse con “el culo al aire”, decidieron dar marcha atrás. Y nos quedamos con el geroglífico.

¿Tú sabías que el tomate natural enlatado, una vez lo haces salsa, puede teñirte de rojo indeleble el tuperwer? Este que te enseño, sí. Y si leo sus ingredientes, no figura ningún colorante. El ácido cítrico está en muchas conservas y no produce esa reacción. Los tomates frescos tampoco. ¿Acaso el cloruro cálcico? ¿Hay qué endurecer un tomate troceado? ¿Se nos estará ocultando algo?

¿Y qué me dices de los etiquetados que escriben: puede contener trazas de…? ¡Marranos!, ¿es qué no saben pasarle un agua a la maquinaria cuando cambian de producción o qué?

No me cabe en la sesera el cómo podemos ser más longevos que nuestros abuelos porque, si te paras a hacer un repasito de lo que te metes en la boca, es para morirse, además de precisar con urgencia una licenciatura en químicas. Y si no te mata, te van a dar escalofríos, por cruel o incompleto u oculto o mentira o aclaración encriptada. 

Y a propósito de inexactitudes, fraudes alimentarios y escamoteo de verdades, si te interesa el tema, deberías entrar en la página de mi amigo Andreu, un holandés, catalán por los cuatro costados, totalmente conocedor de la materia porque, además de cocinero y otras muchas cosas, es un tío legal.


Andreu, a raíz del escándalo de la carne de caballo (la carne de caballo es comestible y sana pero, en este caso, se hacía pasar por carne de buey),  analiza un montón de etiquetas de preparados cárnicos en nuestro país y te explica con pelos y señales, como las legislaciones del otras naciones europeas, gestionan las falsedades que han descubierto en ellas. 

A Espanya però, no miren tan prim. Amb un sol cop d'ull a mitja dotzena d'etiquetes de carn picada fresca i de preparats de carn de boví n'hi ha prou per constatar que ens prenen el pel.sic
En España no son tan escrupulosos. Con un solo vistazo a media docena de etiquetas de carne picada fresca y preparados de carne de vacuno hay suficiente para constatar que nos toman el pelo.

Manda “güevos”: ¡lo que somos capaces de tragar, en todos los sentidos!

viernes, 6 de septiembre de 2013

AY…PICARÓN, PICARÓN…


El Lazarillo de Tormes, visto por Goya
Se podría decir que nos hemos sentido tan a gusto con ellos, que hemos sido incapaces de desterrar de nuestra propia idiosincrasia a El Lazarillo de Tormes, a  Rinconete y Cortadillo o a El Buscón, entre otros muchos personajes de nuestras obras clásicas del género, olvidando lo que personificaban en su tiempo y en lo que son hoy para la literatura.

El pícaro no fue inventado por el autor. Él ya existía. Y el escritor se haría cruces si levantara la cabeza y viera cómo ha ido proliferando hasta llegar a nuestros días.

 pícaro, ra.
1. adj. Bajo, ruin, doloso (Etim. disc.)., falto de honra y vergüenza. U. t. c. s.
2. adj. Astuto, taimado. U. t. c. s.
3. adj. Que implica cierta intención impúdica. Una mirada pícara.
4. adj. Dañoso y malicioso en su línea.
5. m. y f. Persona de baja condición, astuta, ingeniosa y de mal vivir, protagonista de un género literario surgido en España.
Real Academia Española © Todos los derechos reservados


¿Qué importa lo que diga la Real Academia de la Lengua?

Nosotros nos quedamos con la acepción 5, y completándola a nuestra medida. 

Para nosotros un pícaro es un tío listo, por no decir inteligente, con recursos suficientes para sobrevivir e incluso destacar, en un mundo de escasas oportunidades si no se es poderoso. Y además es un tipo simpático que suele caer bien. No sabe parar, pero sí esquivar y “colar goles”. (“Colar un gol” a alguien importante, es una hazaña sagaz y prestigiosa. “Colárselo” a un congénere, es un caso de agudeza comercial y, por supuesto, también digna de aplauso).

Requisito importante: el avispado no puede pertenecer a la élite.  Cuando se le imputa a lo que consideramos clase alta (monarcas, jefes de estado, ministros, empresarios, industriales, millonarios, líderes religiosos y otras escalas sociales relevantes), estamos hablando de auténticos sinvergüenzas, de depravados chupópteros que medran gracias al empobrecimiento y sufrimientos de los demás, los llamados normalmente clase trabajadora, aunque no trabaje o estudie o haga chapuzas.

La cosa llega a ser tan enrevesada y competitiva, que existen timos históricos como el tocomocho, en el que el estafador es estafado, o a la inversa.

Hay muchas amas de casa que se han dado de alta como empleadas del hogar autónomas, para poder percibir una jubilación el día de mañana. Y conozco a personas que no han cotizado en su vida porque "su actividad" no tiene registro laboral.

Lógicamente, si el director al acabar el año, agradece mis servicios con un sobrecito que contiene un buen aguinaldo, para escaquear impuestos suyos y míos, lo acepto encantada. E incluso le doy las gracias.

Por supuesto, cualquier apaño que contrate, si me ahorro el IVA, lo agradezco un montón.

Y, si un día tengo pasta, espero que me des las señas de un seguro y hermético paraíso fiscal.

Mucha gente me ha dicho: 

-Si puedo dejar de declarar algo al fisco, lo hago, claro que sí. Ellos me están robando todo lo que pueden. Y ahora con los recortes, más que más.

Los fines de semana y en las épocas vacacionales en general, no recibo prácticamente correo electrónico. La razón es clara: los envíos se hacen desde el lugar de trabajo, no desde el domicilio de uno.

En casa de mi colega Pepa, no faltan paquetes de folios que trae de la empresa donde presta sus servicios.

Los amigos entregamos nuestros documentos importantes a Manolo, para que los fotocopie en la oficina.

Esto que digo no es nada nuevo. Me consta que entre todos podríamos poner un montón de ejemplos. Y solemos defendernos diciendo que los mandamases aun nos quitan más.

También hay otra vertiente para justificarnos: el temor a perder el curro. Yo he estado firmando nóminas de auxiliar administrativa en mi vida laboral para terceros, cuando jamás he desarrollado semejante tarea.

Desde hace años este país, seguro, ha sido el que ha sumado más auxiliares de cualquier oficio o beneficio, llevando a cabo una tarea superior.  Aparentemente, en los negocios españoles no han habido directivos, ni jefes, ni licenciados, ni expertos, ni “seniors” de nada... El motivo salta a la vista, cuanto más baja sea tu categoría laboral, menos se paga por ti al estado.

Dentro del género, asimismo nos complace hacernos pasar por personas más relevantes de lo que somos, por aquello de ver si pescamos algún privilegio o nos admiten en círculos destacados o nos sacamos de encima alguna intromisión indeseable.

Al respecto recuerdo a mi director, que conducía un costoso automóvil de importación cuando un guardia civil intentó desviarlo de su ruta a la espera de una comitiva.

-Usted no sabe quién soy yo-, le exhortó  mi superior, pensando que podría colarse con los otros.

-No –respondió el miembro de la benemérita. –Pero voy a saberlo. ¡Documentación!

Vamos a ver, por ejemplo, ¿quién es el guapo que no ha facilitado los trámites a un pariente o un recomendado, rechazando a otro que reunía más cualidades para un cometido concreto? ¿A eso no se le llama tráfico de influencias, oficialmente? 

¿Qué cabe esperar de un pueblo con dichos tan explícitos como hecha la ley hecha la trampa o las leyes fueron hechas para ser incumplidas o bravuconadas del tipo usted no sabe quien soy yo?

¿A caso podrías imaginarte siquiera a noruegos, suecos, finlandeses u otros pobladores de esos civilizados países nórdicos escurriendo el bulto pícaramente, regidos por semejantes premisas? ¿Te figuras a un miembro destacado del gobierno, del senado, de las cortes, de lo que sea de nuestra tierra patria, dimitiendo por vergüenza ante su mala gestión o su pecado? ¿A qué resulta inconcebible?

Y nos plantamos aquí, ante un auténtico círculo vicioso: qué fue primero, ¿el huevo o la gallina? 

Cuando ellos cambien, cambiaremos nosotros. Cuando nosotros cambiemos, cambiaran ellos.

Cada nación tiene el gobierno que se merece. (Joseph de Maistre)

Esta nación, además de merecérselo, tiene el gobierno que ha elegido. (Maya López Viu)

Travelling de los deliciosos pedos de monja




PD  Que sí, que sí. Que también tenemos alguna cosa buena: el vinito, el jamón de jabugo, la tortilla de patata, el gazpacho, el pa i tomaquet, la paella y esa especie de galletica tan dulce y sabrosa llamada pedo de monja.

 Ay…, picarón, picarón.

martes, 13 de agosto de 2013

REMEMBRANZA INSUSTANCIAL

Que este no es mes para reclamaciones



Debo estar a punto de morirme porque de pronto recuerdo cosas que, de tan olvidadas, no sabía que un día pasaron aunque ahora las reconozca. ¿Y no dicen que cuando vas a dejar de existir desfila ante tus ojos, tu vida? En este momento me gustaría saber si se produce ordenadamente o si sus episodios te asaltan como en los modernos reproductores musicales que ellos solos, escogen piezas aleatoriamente de aquí y allá.

Si la opción primera es la válida, ya que se sitúa anárquica en mi memoria,  quiere decir que me encuentro en fase de preparación, que no ha llegado mi turno pero que estoy en la lista de espera. ¡Y qué tontería! Siempre he estado en la lista de espera. Como todo el mundo. Nada ha cambiado. No hace falta ser ningún “google” para estar al tanto.

No se trata de algo trascendente. Ni insólito siquiera. Tan poco importante, que no se siquiera porque me da por relatarlo. ¿Estaré contagiada por la frivolidad del verano?

Por lo que sea, ahí va.

Hubo una época en que me gustaba la vida bohemia. Pero pesaban sobre mi tantos deberes que sólo podía practicarla los días de fiesta. Entonces me desmelenaba y me vestía íntegramente de negro. Mirado hoy, podría decirse que era como mi disfraz preferido (¿o en la vida cotidiana llevaba un disfraz obligado?) Lo mismo da; el orden de los factores no alterará el producto: yo. 

En aquel tiempo, frecuentaba un bar sin nombre porque en el rótulo de la calle sólo se leía bar. Los clientes le llamábamos Can Quimet (Quimet era el propietario) o  Las Guitarras.

El local exhibía muchas guitarras colgadas por las paredes, de ahí el apodo, además de fotos dedicadas de famosos que un día, probablemente glorioso, visitaron el lugar, así como de castañuelas, flautas, panderetas, el saxófono, la trompeta… También un piano bastante afinado, todo a disposición de la clientela. Y, en su techo, copiando un cielo estrellado, titilaban falsos caramelos (eran monedas de las propinas que Quimet clavaba con ayuda de un largo palo) envueltos en papel de celofán de vistosos colores que, en verano, gracias al ventilador, parecían revoloteadoras mariposas.

-¡Quimet! -le preguntábamos-, ¿alguna vez  has recaudado todo lo que tienes sobre la cabeza?

- No. Ya llegará el día –respondía-. Entonces arrancaré todo la que veis ahí, cerraré el bar y me haré un viaje inolvidable. 

En realidad era un tugurio, pero la evocación me ablanda. Para entrar había que bajar unos escalones e irrumpías en la sala, de una dudosa limpieza, con sus mesitas redondas de mármol y sus sillas de falso thonet.  La barra estaba situada a la derecha. Y, un poco más allá, tras la puerta pintada de gris desconchado, una letrina unisex, inmeable.

Mi reconocimiento no alcanza a cómo llegue allí o quién me llevó, pero sí tengo muy presente que los clientes habituales, a pesar de los pesares, adorábamos el  lugar. Nos sentíamos a gusto en él.

Frecuentado por guitarristas, pianistas…, intérpretes y músicos en general sin instrumento (usaban los de la casa), por poetas, pensadores… Destacaban especialmente: un quiromántico, un gurú con dos o tres seguidores, un director de cine de vanguardia con  su actor emblemático y un trío formado por un tal Rojas, su mujer y una poetisa que tenía tan buena voz, que acabó siendo corista en la ópera.

¿Y qué pintabas tu ahí?, te preguntarás.

Yo, que secretamente componía algún poema libre –nadie ha leído ni uno-, me sentía atraída por ese ambiente “intelectual”, tal vez esperando que un día me atreviera a mostrarme sin temor a los juicios o al fracaso,  y, como tenía una buena dicción y sabía interpretar los emociones y pasiones de aquellos poetas, leía en voz alta sus versos.  Y así me designaron su rapsoda.

No puede decirse que Quimet se ganara muy bien la vida con nuestras consumiciones, ya que una nos duraba horas y horas, pero también es cierto que, de alguna manera, nosotros éramos una  parte importante para el reclamo de su establecimiento. Siempre entraban no habituales con un poder adquisitivo decente, que después de entender las características del entorno, salían satisfechos (-he hecho un descubrimiento…-) dispuestos a divulgarlo entre sus amistades. 

Hazte una idea: cuando tú accedías a él, podías encontrarte conmigo recitando, acompañada por un suave tema ejecutado al piano. Después, a la guitarra, alguien interpretaría el Romance Anónimo o uno de esos sonados  conciertos de Villa-Lobos, mientras desde una mesa vecina el señor bigotudo de ojos intensos te preguntaba: ¿Quiere que le lea las líneas de su mano? No voy a cobrarle nada. Y, si accedías, acababas invitándole a un cortadito.  A lo mejor el gurú te bendecía con alguna sentencia incomprensible. Ahí no se necesitaba crear ambiente con hilo musical. Además, con suerte, podías coincidir con el propio Quimet tocando un instrumento porque los conocía todos. Nosotros no  sabíamos de donde le venía su virtuosismo, ni a qué se dedicaba en su pasado.

No he explicado a Rojas, aunque sea punto neurálgico de esta historia.

Él era un tipo moreno de mediana estatura con una personalidad, tan fuerte y envolvente, que te parecía que alcanzaba los dos metros, a pesar de ser cojo y llevar un alza considerable en el zapato. Encantador, su singularidad hipnótica, nos arrastraba a todos.  

Se dedicaba a organizaba charlas, audiciones y recitales para mayor disfrute nuestro: hoy, una velada poética en el Café de la Opera, mañana una disertación, con coloquio, de “Extraterrestres entre nosotros” en las Granjas Royal, pasado una selección musical en Jamboree… Y no sé cómo hacía funcionar su negocio ni en qué consistía, con que no me preguntes. 

Como te decía, iba siempre acompañado de su mujer, guapísima y temperamental, a la que yo no caía bien, que ejercía de esposa y no se despegaba de él, con que no entiendo cómo pudo pasar lo que pasó. Solían  ir con María, la poetisa que fue cantante (aunque, curiosamente, nunca nos cantara a nosotros). Por eso cuando María se marchó, además de echar en falta su pluma, parecía que faltara algo más. Se murmuraba que había decidido probar suerte en Madrid, donde tenía unos parientes, pero la verdad es que nadie sabía nada con certeza, ni siquiera el matrimonio.

El regreso de María fue de lo más celebrado. Se reincorporó para  recrear el de nuevo indisoluble trío. Y entabló, mira por donde, una cordial amistad conmigo.

-He tenido un hijo –me comentó cuando intimamos más.

Se me sinceró. Me refirió cómo se reía por dentro cuando la mujer de Rojas le hablaba de los celos que me tenía a mí, cuando era de ella de la que tenía que tenerlos.

-Ella aguanta fatal los trasnoches de esta vida bohemia y hace unas siestas profundas e interminables. 

Se ve que, mientras la mujer dormía confiada en la amiga inseparable, su consorte y María, copulaban sin freno por cualquier rincón de la casa.

-Al niño lo he dado en adopción. Está con una buena gente y yo, que hago ver -y así será siempre- que soy amiga de la familia, puedo ir a visitarlo cuando quiera.

No es que sea puritana, no, pero la traición me dejó sin palabras. Aun agregó:

-No se lo digas a nadie. Ni siquiera Rojas sabe que ha sido padre.

¡Menudo culebrón!

Y así fue como me quedé,  no sólo callada, si no también amnésica.

Hasta hoy.

¿Será el calor de este extraño mes de agosto, o será esta mi vida que quiere abrirse paso para desfilar ante mis ojos?


martes, 16 de julio de 2013

Amor Vegetal

A una mujer, cuando uno no sabe qué regalarle, siempre y cuando no esté lo suficientemente motivado como para obsequiar el abrigo de visón, el anillo de diamantes, o el Ford Mustang, se  le compra o una caja de bombones (fatal para la línea), o un ramo de flores. Por si acaso quieres cumplimentarme con un presente, omite, por favor, el ramo de flores y sustitúyelo por una florida maceta con raíces. Y, aunque no viene a cuento, tampoco apreciaré el abrigo de visón, no vayas a creer. De todo lo otro, incluidos los bombones, podemos hablar.

Leí una vez que los auténticos aborígenes australianos respetan a las flores porque las flores son génesis de simientes y frutos. Sólo en caso de graves enfermedades se permiten recolectarlas para elaborar algún ungüento o pócima curativa. No es que yo pretenda seguir esa filosofía. Es más bien que me parece como triste: la vida es efímera en una flor cortada y no tiene después. A lo sumo será prensada, aplastada aun hermosa, por entre las páginas de un grueso libro (y lo escribo convencida de que se trata de una opción romántica y demodé que probablemente –salvo las artesanas que montan cuadritos para vender en los mercadillos-,  ya no practican ni las damas más ancianas y nostálgicas).

Cuando paseo por esos majestuosos jardines tan bien trazados, con árboles esculpidos, con ramas forzadas para conseguir la estética figura imaginada por el diseñador, con especies tan armónicamente agrupadas por sus premeditadas flores y sus matices de color, con los requetedibujados – y tantas veces laberínticos- senderos de sombras y luces deliberadas por un paisajista reconocido, todo ello potenciado por la sutil banda sonora de los gorgoritos del agua en fuentes o cascadas inducidas, siento admiración y aversión al mismo tiempo.

E igual me pasa con los bonsái, esos arbolitos de origen chino adoptados por el Japón y, hoy en día por todo el mundo, enanos a base de tesón y poda. No puedo evitar compararlos con la tradición de los pies vendados y torturados de sus mujeres en función de una superflua belleza. Y, tirando de este hilo, también los relacionaría con tantas y tantas operaciones de cirugía estética.

Incapaces de digerir, entender o valorar la seducción de lo originario, de lo que es por definición, por cuna, sólo nos satisface su manipulación. Necesitamos recrearlo, como si quisiéramos dar una lección a la naturaleza: “Nosotros lo hacemos mejor. Nos sale más bonito. Perfecto.”

Quedamos pues que a mí mejor me obsequias con una maceta. Y, no me lo digas, porque ya lo sé: eso es en cierto modo una incongruencia. ¿Qué tiene de auténtico una planta cautiva así? ¿Acaso existen bosques, junglas o selvas de tiestos de un modo espontáneo?

En mi descargo te diré que es la manera que conozco (¿egoísta?) de acercar vegetación y lozanía, sin excesivo trauma por parte de ellas, al cemento de nuestros hogares.

Las plantas nos procuran un plus de oxígeno. Podríamos decir que, si no fuera por ellas, no lograríamos respirar. Y eso, por poco, es contradictorio porque hay ejemplares tan bonitos que casi te dejan sin aliento.

Yo no tengo variedades muy espectaculares, pero las quiero igual. Y es verdad que, como pasa con los niños, te gusta verlas desarrollarse y crecer. Te emboba el capullito que de pronto descubres en la punta de un tallo, escondido entre el verdor del follaje. Y, casi instintivamente, lo vigilas para controlar como progresa y engorda, procurando que nada interrumpa su proceso. De cuando en cuando, deslizas delicadamente tus dedos por su contorno en un cómplice mimo. Y cuando al fin culmina y estalla, ¡qué alegría!, los ojos y el corazón se te llenan de su color.

-¡Mira, mira! Ya tiene una flor.

Se la enseñas a todo el que viene, orgullosa, como si fuera de tu familia. Y sí, esa flor como ha nacido contigo, es algo muy tuyo, algo de ti.

¿Y las hierbas aromáticas? Cómo me gusta pasar dulcemente la palma de la mano por el desorden de sus hojas en “vuelo rasante”, sólo por el placer de ventear su aroma por la habitación y conservarla aun unos minutos entre los dedos.

Así he logrado mantener una buena relación, y bastante estrecha con (no quisiera olvidarme de ninguna por no herir su sensibilidad) ficus, potos, yerbabuenas, albahacas, romeros, orquídeas, buganvillas, aspidistras, yucas, geranios, cactus, aloes veras, lavandas, rosales, margaritas… Y como el roce hace el cariño, a fuerza de vivir juntas y respetarnos, hemos creado un vínculo bien parecido al amor.

Te voy a contar algo que seguramente no te vendrá de nuevas: las plantas también sienten. Les gusta la música. Agradecen que las hables, que las expliques cosas. Necesitan que las limpies, que las cuides y protejas de enfermedades… Al estar recluidas, requieren más atención. No se quejan, pero se mustian.

No se si te pasa como a mí, que a veces me despisto y me olvido de ellas, pero en cuanto les das un chorrito de agua, no sabes cómo se animan y te lo agradecen. A ti, que eres su compañero.

Es bien verdad que, cada año, alguna de estas especies me abandona largas temporadas dejando melancolía y desnudos tallos como testimonio de que la mía es su casa y que por eso, algún día regresará. Pero yo acato las condiciones de nuestra estrecha relación y me comprometo a cuidar y mantener su territorio limpio y con los nutrientes necesarios para que no le falte nada cuando regrese. Es más, espero impaciente e ilusionada su retorno. 
   
¿Crees que son patrañas o alucinaciones?

Déjame que te explique: cuando soy yo la que me ausento por un tiempo, siempre dejo a alguien de confianza al cuidado de “mi vergel”. Se con seguridad que se las mima, pero aun así las plantas van perdiendo frondosidad y verdor. Día a día, son atacadas por despiadadas plagas de pulgones, cochinillas y otros insectos malignos. Si están en  flor, de repente van escupiendo uno a uno todos sus pétalos y terminan. En una palabra, se llenan de tristeza y, si no llegas a tiempo, más de una puede morir de desesperación.

Si una de mis plantas fallece, no me es indiferente. Para mí es un fracaso, un sinsabor… No he estado con ella, ni he sabido darle lo que necesitaba. Pero si la veo renacer a mi regreso, si advierto como la sabia vuelve a circular por sus órganos y adivino su verde sonrisa, se que hemos regenerado nuestro sólido lazo: nuestro amor vegetal.