Que este no es mes
para reclamaciones
Debo
estar a punto de morirme porque de pronto recuerdo cosas
que, de tan olvidadas, no sabía que un día pasaron aunque ahora las reconozca. ¿Y
no dicen que cuando vas a dejar de existir desfila ante tus ojos, tu vida? En
este momento me gustaría saber si se produce ordenadamente o si sus episodios
te asaltan como en los modernos reproductores musicales que ellos solos,
escogen piezas aleatoriamente de aquí y allá.
Si la opción primera es la
válida, ya que se sitúa anárquica en mi memoria, quiere decir que me encuentro en fase de
preparación, que no ha llegado mi turno pero que estoy en la lista de espera.
¡Y qué tontería! Siempre he estado en la lista de espera. Como todo el mundo. Nada
ha cambiado. No hace falta ser ningún “google” para estar al tanto.
No se trata de algo trascendente. Ni insólito siquiera. Tan poco importante, que no se siquiera
porque me da por relatarlo. ¿Estaré contagiada por la frivolidad del verano?
Por lo que sea, ahí va.
Hubo
una época en que me gustaba la vida bohemia. Pero pesaban sobre mi tantos
deberes que sólo podía practicarla los días de fiesta. Entonces me desmelenaba
y me vestía íntegramente de negro. Mirado hoy, podría decirse que era como mi
disfraz preferido (¿o en la vida cotidiana llevaba un disfraz obligado?) Lo
mismo da; el orden de los factores no alterará el producto: yo.
En aquel tiempo, frecuentaba un
bar sin nombre porque en el rótulo de la calle sólo se leía bar. Los clientes
le llamábamos Can Quimet (Quimet era el propietario) o Las Guitarras.
El local exhibía muchas
guitarras colgadas por las paredes, de ahí el apodo, además de fotos dedicadas
de famosos que un día, probablemente glorioso, visitaron el lugar, así como de castañuelas,
flautas, panderetas, el saxófono, la trompeta… También un piano bastante
afinado, todo a disposición de la clientela. Y, en su techo, copiando un cielo
estrellado, titilaban falsos caramelos (eran monedas de las propinas que Quimet
clavaba con ayuda de un largo palo) envueltos en papel de celofán de vistosos
colores que, en verano, gracias al ventilador, parecían revoloteadoras
mariposas.
-¡Quimet! -le preguntábamos-,
¿alguna vez has recaudado todo lo que
tienes sobre la cabeza?
- No. Ya llegará el día
–respondía-. Entonces arrancaré todo la que veis ahí, cerraré el bar y me haré
un viaje inolvidable.
En realidad era un tugurio,
pero la evocación me ablanda. Para entrar había que bajar unos escalones e
irrumpías en la sala, de una dudosa limpieza, con sus mesitas redondas de
mármol y sus sillas de falso thonet. La
barra estaba situada a la derecha. Y, un poco más allá, tras la puerta pintada
de gris desconchado, una letrina unisex, inmeable.
Mi reconocimiento no alcanza a
cómo llegue allí o quién me llevó, pero sí tengo muy presente que los clientes
habituales, a pesar de los pesares, adorábamos el lugar. Nos sentíamos a gusto en él.
Frecuentado por guitarristas,
pianistas…, intérpretes y músicos en general sin instrumento (usaban los de la
casa), por poetas, pensadores… Destacaban especialmente: un quiromántico, un gurú
con dos o tres seguidores, un director de cine de vanguardia con su actor emblemático y un trío formado por un
tal Rojas, su mujer y una poetisa que tenía tan buena voz, que acabó siendo
corista en la ópera.
¿Y qué pintabas tu ahí?, te
preguntarás.
Yo, que secretamente componía
algún poema libre –nadie ha leído ni uno-, me sentía atraída por ese ambiente
“intelectual”, tal vez esperando que un día me atreviera a mostrarme sin temor
a los juicios o al fracaso, y, como tenía
una buena dicción y sabía interpretar los emociones y pasiones de aquellos
poetas, leía en voz alta sus versos. Y
así me designaron su rapsoda.
No puede decirse que Quimet se
ganara muy bien la vida con nuestras consumiciones, ya que una nos duraba horas
y horas, pero también es cierto que, de alguna manera, nosotros éramos una parte importante para el reclamo de su
establecimiento. Siempre entraban no habituales con un poder adquisitivo
decente, que después de entender las características del entorno, salían
satisfechos (-he hecho un descubrimiento…-)
dispuestos a divulgarlo entre sus amistades.
Hazte una idea: cuando tú accedías
a él, podías encontrarte conmigo recitando, acompañada por un suave tema
ejecutado al piano. Después, a la guitarra, alguien interpretaría el Romance
Anónimo o uno de esos sonados conciertos
de Villa-Lobos, mientras desde una mesa vecina el señor bigotudo de ojos
intensos te preguntaba: ¿Quiere que le
lea las líneas de su mano? No voy a cobrarle nada. Y, si accedías, acababas
invitándole a un cortadito. A lo mejor
el gurú te bendecía con alguna sentencia incomprensible. Ahí no se necesitaba
crear ambiente con hilo musical. Además, con suerte, podías coincidir con el
propio Quimet tocando un instrumento porque los conocía todos. Nosotros no sabíamos de donde le venía su virtuosismo, ni
a qué se dedicaba en su pasado.
No he explicado a Rojas, aunque
sea punto neurálgico de esta historia.
Él era un tipo moreno de
mediana estatura con una personalidad, tan fuerte y envolvente, que te parecía
que alcanzaba los dos metros, a pesar de ser cojo y llevar un alza considerable
en el zapato. Encantador, su singularidad hipnótica, nos arrastraba a todos.
Se dedicaba a organizaba
charlas, audiciones y recitales para mayor disfrute nuestro: hoy, una velada
poética en el Café de la Opera, mañana una disertación, con coloquio, de “Extraterrestres
entre nosotros” en las Granjas Royal, pasado una selección musical en Jamboree…
Y no sé cómo hacía funcionar su negocio ni en qué consistía, con que no me
preguntes.
Como te decía, iba siempre
acompañado de su mujer, guapísima y temperamental, a la que yo no caía bien, que
ejercía de esposa y no se despegaba de él, con que no entiendo cómo pudo pasar
lo que pasó. Solían ir con María, la
poetisa que fue cantante (aunque, curiosamente, nunca nos cantara a nosotros).
Por eso cuando María se marchó, además de echar en falta su pluma, parecía que
faltara algo más. Se murmuraba que había decidido probar suerte en Madrid,
donde tenía unos parientes, pero la verdad es que nadie sabía nada con certeza,
ni siquiera el matrimonio.
El regreso de María fue de lo
más celebrado. Se reincorporó para
recrear el de nuevo indisoluble trío. Y entabló, mira por donde, una
cordial amistad conmigo.
-He tenido un hijo –me comentó
cuando intimamos más.
Se me sinceró. Me refirió cómo
se reía por dentro cuando la mujer de Rojas le hablaba de los celos que me
tenía a mí, cuando era de ella de la que tenía que tenerlos.
-Ella aguanta fatal los
trasnoches de esta vida bohemia y hace unas siestas profundas e interminables.
Se ve que, mientras la mujer
dormía confiada en la amiga inseparable, su consorte y María, copulaban sin
freno por cualquier rincón de la casa.
-Al niño lo he dado en
adopción. Está con una buena gente y yo, que hago ver -y así será siempre- que
soy amiga de la familia, puedo ir a visitarlo cuando quiera.
No es que sea puritana, no,
pero la traición me dejó sin palabras. Aun agregó:
-No se lo digas a nadie. Ni
siquiera Rojas sabe que ha sido padre.
¡Menudo culebrón!
Y así fue como me quedé, no sólo callada, si no también amnésica.
Hasta hoy.
¿Será el calor de este extraño
mes de agosto, o será esta mi vida que quiere abrirse paso para desfilar ante
mis ojos?