jueves, 28 de febrero de 2013

Mis Muertos Vivientes


In memoriam

Si se nace, se muere. No imagino que nadie pueda discutirme eso. Luego, si se quiere y quien quiera, podrá plantear eternidades (Antoine-Laurent Lavoisier: “La materia no se crea ni se destruye sólo se transforma”) según sus escepticismos o  sus creencias. Justamente las mías empezaron a tambalearse ante las contradicciones que me parecía descubrir en la religión católica, apostólica y romana, credo en el que había sido educada.

Tenía más o menos once años y en mis entendederas no cabía la desesperación de los familiares de un ser querido que dejara de existir. Me decía: no era mala persona, por lo tanto no irá al infierno. Y si va al cielo, ese sitio en que se está tan bien y en que lo tienes todo además de estar al lado de Dios, ¿por qué no estamos contentos?

Claro que a aquella edad, sólo se me había muerto un pájaro. Y me dolió tanto que no paraba de llorar. Entre otras cosas, porque mi religión no tenía previsto un paraíso para mascotas.

Aun hay otra realidad que considero incuestionable y es que uno va creciendo y que, en el proceso, va acumulando bastantes dudas, un montón de experiencias y cadáveres. Muchos cadáveres.

No sé si les evoco o si son ellos los que reclaman mi atención porque, de pronto, sin venir a cuento, noto a mi abuelo (mi primer muerto humano) haciéndome tropezar con caramelos. Veo a tía Josefina rellenando esa pintada que cocinaba como nadie. Escucho a mi padre hablándome del alma. Me miro al espejo y me devuelve la imagen de la abuela que se pone sus aretes cada día, porque explica que una mujer sin pendientes es como un burro sin orejas (¿). Oigo, aun con muchísima tristeza, a mi madre que me dice que ya va siendo hora de irse. Y ahí está también mi elegante e impecable amigo Jesús, muy delgado ya, casi etéreo, horrorizado por mi poco convencional indumentaria…

Entiendo bien a uno de mis suegros, que descanse en paz, cuando manifestaba que uno empieza a saber que se está haciendo viejo, en el momento en el que ve como fallece gente a su alrededor que ya no son sus mayores, si no sus iguales.

Aunque sé que todavía tengo muchos amigos vivitos y coleando,  este fin de año se han producido más bajas. Y todas seguidas.

Se fue mi amigo Toni, el que influyó para que me metiera en este espacio. Sí, el del que hablo en los datos personales… Junto a Toni y a otros compañeros, y no sé si ellos lo supieron nunca, experimenté el valor de las pequeñas comunidades frente a las desalmadas urbes. Comprendí por qué los pequeños países, como los nórdicos por ejemplo, se gestionan mejor: en las colectividades medidas, las desigualdades sociales se pueden igualar más fácilmente con la aportación de todos, las corrupciones quedan demasiado evidentes para ser soportadas y, en consecuencia, sus gentes puede estar más y mejor realizadas. Se fue mi amigo Toni, un día después iba a cumplir años, y aun está en mi memoria su voz insistente: “Escriu Maïa, escriu”.

También partió mi amiga Conchita, la de la infancia, la de tantos y tantos momentos escolares, la que tuvo un oído portentoso que no quiso oír (le tatareabas una melodía y ella la interpretaba con cualquier instrumento musical que pusieras en sus manos).  La que era más amiga de los animales que de las personas… Se la encontraron después de Navidades, de sus solitarias Navidades, tirada en el suelo rodeada de sus perros. Dicen que llevaba cuatro o cinco días muerta. ¡Cómo me sobrecogió su patético deceso! Ya lo sé, ya lo sé. Todo el mundo muere solo. Es un acto personal e intransferible. Íntimo. Pero con gente a su alrededor que intentará acompañarle. Me reconforta pensar que, en su desolación, estuvo con los que más quería: sus animales. Y la escucho reírse, reírse de ella misma, sorda a sus aptitudes sinfónicas.

Se marchó Moisés Broggi, el doctor Broggi. Probablemente le había llegado la hora, porque tenía 104 años de humanidad, de enterezas y conocimientos. A él, no me vinculaban lazos de amistad, sólo me unían sentimientos de admiración, respeto y agradecimiento, (y digo sólo, porque en definitiva a mis amigos también los admiro, respeto y agradezco su camaradería). El doctor Broggi salvó a mi hija y uno no puede borrar de la memoria un hecho así. Le veo junto al lecho preocupado por la reacción de su paciente, intentando animarme: es joven. Saldrá de ésta.

Para acabar de estigmatizar al pasado mes de diciembre, justo en ese mes, empecé a oír hablar de los primeros suicidios relacionados con la crisis en la que estamos sumergidos. Y aunque no conocía a esas personas y en consecuencia no podía quererlos, me abrumó tanto todo su sufrimiento, impotencia y desesperación, que no pude por menos que ponerme en su lugar y notar el peso de un futuro ahogado e hipotecado de por vida, el vacío de su paisaje sin horizonte… Y yo fui ellos. Soy ellos.

Deseo que en la otra vida, cada uno de ellos haya alcanzado lo que esperaba encontrar: el descanso, el paraíso (tal como lo había soñado), la evolución, la reencarnación, la transformación, la nada, el todo…

“Deja que los muertos entierren a los muertos”, Mateo 8:21-22.

Aunque debiera olvidarme de ellos, no puedo olvidarme de ninguno.

Subsisten en mi: mis muertos vivientes.

Y no sé. No sé si soy yo quien les evoco o son ellos que no quieren abandonarme.

“Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando”. Rabindranath Tagore