viernes, 6 de diciembre de 2013

Échame una mano

Aunque lo parezca, no es un Cuento de Navidad, si no de cada día


A ratos, tengo un serio problema, o siento un serio problema, con respecto a la caridad, piedad, solidaridad, humanidad, beneficencia, donativo, ayuda…, llámalo como quieras. Ya de entrada, ni siquiera me gusta ninguna de esas expresiones. Supongo que si lo analizara bien me daría cuenta de que soy una resentida de la educación y que descubro, agazapados en ellas,  contenidos políticos y religiosos  que me pesan como una losa. ¡Qué tonta! Si es precisamente eso lo que buscan dichos vocablos: agarrársete al pecho, meterse en tu corazón y estrujártelo hasta que te sea muy difícil respirar y te supongas parte responsable de las miserias humanas.

Pero ya digo: a ratos.

Otros, cojo todos los palabras con sus correspondientes definiciones,  las embuto a presión en “hagamos lo que podamos” e inicio la peregrinación del “dónde, cómo y con quién obro”. 

Ofertas no me faltan.

En los últimos tiempos, justo en esos en los que empezamos a hablar de la crisis, no escasean gestores,  proposicioes y sugerencias. 

Así pues, además de las campañas periódicas (maratón contra las enfermedades neurovegetativas, contra el cáncer, la lucha contra el sida, tsunamis, huracanes, tornados, tifones y una larga lista que nos asaeta en los medios de comunicación o por el camino, cada día, al leer mi correspondencia electrónica, encuentro mensajes de Avaaz.org, Médicos Sin Fronteras, Manos Unidas, Greenpeace, Amnistía Internacional, Oxfan Intermón, Unicef, Fundación Josep Carreras, Change.org, Aldeas Infantiles SOS, etc, etc., etc…  con cierta frecuencia por duplicado a causa de tener más de una dirección de correo e incluso por triplicado, cuadriplicado, o, o, o…, ¡en fin!, cuando un amigo o familiar decide que soy la persona indicada para apoyar una determinada proposición.

Todo va bien, mientras la fraternidad se traduce en firmas en contra o a favor de actitudes, pero, cuando hay que rascarse el bolsillo, la cosa cambia. ¿Puedo confiar en que el dinero que done (nunca será demasiado porque no nado en la abundancia) llegará a puerto? ¿No se quedará por el camino engrosando las arcas de cualquier desaprensivo (que todos sabemos que los hay en todas partes y, además, más de uno)? Y aquí se me rompe el flujo.

Pero no hay que desanimarse: en cualquier momento y rincón, me saldrá al paso alguna persona pidiéndome la voluntad. Me toparé con ella en el vagón del tren, a la entrada del supermercado (grandes y pequeñas superficies), a la puerta de la iglesia, el cine o el teatro, en el tramo más inhóspito de la calle… Y, desde luego, su “voluntad” es dinero. Y, naturalmente, mi “voluntad” es empezar a conjeturar.

¿Es  señuelo de una mafia que controla la mendicidad en la zona? ¿Lo querrá para alcohol o para otro tipo de drogas? ¿Será como aquella ancianita indigente, que cuando murió le encontraron millones bajo el jergón en el que dormía?... Además, de todos los que imploran, ¿a quién ayudo? 
Cartel en la parroquia de la calle Serrano (Madrid)

  
Los que ejercen la caridad como llave para el paraíso me dicen que nada de eso es importante, que lo que tiene valor es dar limosnas (“mica a mica, s’omple la pica- poco a poco se llena el barreño”) sin preguntarse dónde ni a quién  irán a parar (“haza bien y no mires a quién”), que lo substancial es la buena voluntad.

Entonces recuerdo una escena leída (posiblemente en “Adiós a las armas” de Ernest Hemingway, pero no estoy segura) en la que una mujer agotada, víctima de la guerra, camina con su bebé en brazos cuando la rebasa un camión militar descubierto. El conductor se compadece del dolor y fatiga de la madre y se detiene para que suba, acomodándola en la parte trasera, junto a los soldados. Acunada por el movimiento del vehículo, ella se relaja y se queda dormida. Cuando despierta, ha perdido a su hijo.  El chofer hizo una buena acción con consecuencias totalmente desastrosas.

Existe una máxima que dice: “el infierno está lleno de buenos propósitos” o “el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones”, que es prácticamente lo mismo.

¿El mensaje no será que cada uno debe seguir su destino?
 
Pero eso es entrar en cábalas que se alejan de mi propósito inicial: qué hacer cuando crees que puedes hacer algo.

Antes, años ha, sentar un pobre a tu mesa (¿recuerdas la escena en la película Viridiana –vedada para nosotros en su momento- del genial Buñuel?) era una propuesta concreta de efecto inmediato. Quizá inspirado en ello, un amigo me ha contado que él se lleva al bar más próximo, para desayunar o merendar, al que le pide una caridad. Y, me ha confesado, que no siempre es bien aceptado su ofrecimiento.

Sí viene al caso, mi episodio con aquellas rumanas de criaturas a cuestas (las criaturas siempre han resultado idóneas para la mendicidad porque tocan las fibras más sensibles del ser humano. Hoy están prohibidas en vivo y en directo, pero no reproducidas en los medios de comunicación), que me pidieron para pañales.

Las metí en una farmacia casi en contra de su voluntad:

-Danos el dinero y las compraremos muchos más baratos en otro sitio,- me decían.

Y como  yo no estaba dispuesta a que malgastaran mi óbolo, las obligué, poco más o menos, a aceptar los pañales sin tener en cuenta que por un lado, tenían razón y que, por el otro, los pañales desechables no son un artículo de primera necesidad. Y si no, que se lo pregunten a nuestras madres. 
   
Cartel en la parroquia de la calle Serrano en Madrid.jpg(Lo que faltaba: esta sociedad o este sistema, ha creado exigencias nuevas a todas las escalas ya sean pudientes o indigentes)

Otra decisión a tomar: qué es más ético, ¿dar a uno de tu entorno, casa o país, o a uno del resto del mundo? Porque, ya está claro que a todos nos los puedes socorrer. Y, prescindiendo de la moral, ¿qué es la que nos dicta nuestro cerebro?

Y mientas voy escribiendo estas entelequias, suena el teléfono:

-¿Si?

-En estos tiempos tan difíciles y tan cerca de las Navidades, ¿no se ha planteado que hay gentes en la más absoluta miseria, que todas las ayudas son pocas y que es necesario contar con usted?

-Pues mire, sí.- Y le cuelgo.

No me cabe ni  un proyecto más. No puedo soportar que intenten sensibilizar mi sensibilidad. Me parece indecente que se establezca como una competición de desgracias (cuál se vende mejor, cual da más pena), en menoscabo las unas de las otras…

Es contraproducente. 

Tanto input luctuoso consigue evidenciar no sólo mi impotencia, si no el de esta sociedad falta de justicia -que nos parece el no va más de los patrones sociales-  y, no me extrañaría que, al igual que dicen que les pasa a los médicos, vayamos endureciéndonos al ir sumando ante nuestros ojos y nuestros principios, cadáveres, atropellos, despotismos y miserias.

Pues mira, y para terminar, ¿sabes qué te digo? Que la llamada telefónica recibida ha hecho que tome una decisión: si sabes de conocidos que te necesitan, ¿a qué buscar desconocidos?

Cohecho solidario.