Estoy diciéndome calma, calma, si no es éste, será el
próximo, pero el pulso se me acelera, aprieto el paso, me ahogo, jadeo, hiperventilo…
¡se me escapa!
Cada vez la misma historia que podría explicarse si
estuviéramos hablando de un ferrocarril de largo recorrido que no volverá a
pasar hasta mañana. Mi ansiedad está motivada por un tren de cercanías que
circula, máximo, cada media hora y que, para colmo de simplezas, ni siquiera
tengo una cita a la que necesito ser puntual. Salgo de casa con la firme
voluntad de caminar serena y pausada, pero a medida que me acerco a la
estación, voy inquietándome y prácticamente corro sin respiración.
Lo mío es lo que
debiera llamarse el síndrome de “voy a perder el tren”. Y no tiene cura. Lo digo con conocimiento de
causa porque lo he probado todo: distraerme, engañarme, tomarme pastillas para
la ansiedad, ir acompañada, incluso hablar con un psicólogo. Razonar, razonar y
razonar… Nada. No me moriré de ello, pero moriré con ello.
Algo debe tener ese vehículo para que además se filosofe con
él. Uno puede “perder el tren” ante cualquier acontecimiento al que no tenga
ánimo de enfrentarse o al que ya no llega a tiempo de hacerse con él. ¿Será esa
la lectura de mi reacción?
Nunca se me ocurre pensar que el avión volará sin mí. O que
el autobús cerrará sus puertas en mis narices. O que el barco retirará la
pasarela antes de que yo llegue… Ahhhh, pero perder el tren, perder el tren… Eso
son palabras mayores.
Pues bien, he llegado. Aquí estoy plantada en el andén. Y
hasta tendré que esperar la aparición
del convoy, también como siempre. Porque, en definitiva y
paradójicamente, no recuerdo que se me haya escapado un tren en toda mi vida.
Y ahora viene lo que realmente quería explicar… Pretendía
hablar de la diversidad viajera en un transporte de cercanías, en absoluto
comparable a ningún otro medio de
locomoción urbana, interurbana o internacional, por tierra, mar o aire.
La megafonía anuncia su llegada por la vía 2 y lo veo
acercarse. Una vez he entrado en él, elijo un asiento orientado en el sentido
de la marcha, junto a la ventanilla. E inmediatamente me rodean tres chicos de dieciséis
o diecisiete años, poco más o menos, con moderna indumentaria rapera que
empiezan a hablar a voces. Es una conversación pendenciera como la de los malos
en una película del oeste. Se ve que son unos chulitos que quieren hacerse
notar pero a mí me dan escalofríos.
-¿Sabes el Manu? Pues le di un par de guantazos cuando menos
se lo esperaba. Ese tío me pone de los nervios.
-A mi me han soltao esta mañana. He estao dos días en ese
cuartelillo de poca monta, acusado de armar camorra.
Desde otro asiento que no logro ver, se oye, a dúo
probablemente con la pasajera que la escucha
desafinando un montón, un tema de Shakira.
-¿Dos días sólo por eso?
-Y porque no podían quedarse conmigo más. No es legal. –engola
la voz:- Sal de este pueblo que no te vea yo más por aquí, me ha chillao.
Con gusto me pondría de pie y me cambiaría de sitio. Pero
confieso que me dan miedo. No vayan a malinterpretarlo. ¿Qué digo? No vayan a
interpretarlo como lo que es: una huida en toda regla. Me encojo, abro un libro y finjo leer,
incapaz de concentrarme.
El que lleva la voz cantante, da una orden:
-Vosotros bajaros aquí, que yo me voy hasta Barcelona a
tener unas palabritas con ese pavo, –se carcajea:- Como no tenga aprendida la
lección, le pincho, os juro que le pincho. A ver qué pasa con las papelinas,
que de mi no se ríe nadie.
Suspiro aliviada ya que, él mismo, también se ha marchado
decidido ocupar otro asiento.
Las plazas, aun calientes, son ocupadas por una madre joven,
su hijo, un chico de unos catorce años y un gran bolso de viaje. El niño es un
pesado que reclama constantemente la atención de mamá:
-Mamaaaa, ráscame la espalda, mama.
Y no calla.
Para mi sorpresa, la madre le tumba boca abajo sobre su regazo,
le sube la camiseta y le masajea el dorso en amorosa caricia llena de
sensualidad.
Me digo tú a lo tuyo y, ahora sí, me centro en la lectura. Por
poco rato. Tras de mí, una voz masculina se está lamentando de sus condiciones
laborales y otra reclama a chillidos un pedido de folletos por medio de un
teléfono móvil.
Al otro lado del pasillo, una señora de mediana edad que masca
chicle, teje a ganchillo, ajena a todo, con
una pericia envidiable. Es una labor primorosa y avanzada que certifica horas y
horas de dedicación.
Una voz monocorde y apática se me está acercando. Pertenece
a una casi chiquilla morena con aspecto de rumana que probablemente no sabe lo
que dice. Se ha aprendido las frases de memoria y no le pone ningún
sentimiento. Lleva un bebe en
brazos y lo que explica es que como no
tiene trabajo, no puede comprar leche ni pañales para él y que, además, ha de
cuidar de unos padres ancianos y enfermos. Los pasajeros de este vagón no le hacemos
caso. Tal vez tenga más suerte en el próximo.
En este ínterin,
madre e hijo han cambiado las tornas: ella descansa sobre las rodillas del muchacho
y él le rasca la espalda a ella.
No sé. Me da una sensación…, incestuosa. Mal pensada, no
juzgues: tú a lo tuyo.
Es como ese chaval que ya es la tercera vez que le veo
meterse en el lavabo: entra desmadejado y sale eufórico y con los ojos
brillantes. Parece que se hubiera hecho una paja o fumado un porro o esnifado
cocaína.
Vale ya. Tú a lo tuyo.
No hay duda, eso que oigo es un acordeón. Debe ser alguien
del Este, interpretando una melodía muy triste. Recuerdo fragmentos de su
letra: “cuando tú te hayas ido me
invadirán las sombras…Y en la penumbra vaga de la pequeña alcoba…me acariciabas
toda…”. Y la música llora y llora.
¿Y este qué quiere? Va dejando un papel escrito en la falda
de cada uno de los pasajeros, sin mediar ni una sola palabra. Cuando llega al
último del compartimento, desanda el camino y los va recogiendo. Casi no me da
tiempo a leerlo de reojo, porque ninguno queremos comprometernos tocándolo. Escribe
que es un maestro que ha sido despedido y que tiene dos hijos por criar y una
mujer en el paro.
Cielo santo, qué difícil es la solidaridad. ¿Qué se supone
que podemos hacer nosotros con unas pocas monedas y tanta gente pidiendo algo?
Hubo un tiempo en que realizaba este recorrido cada día a la
misma hora, como muchas otras personas que estudian o trabajan fuera de su
localidad. Entonces resultaba que en el
andén te encontrabas con las mismas caras. No era de extrañar que se te
acercara alguno y te comentara lo mucho que le gustaba tu color de pelo y que
ya se había fijado en que leías libros muy interesantes. No era nadie que quisiera
ligar, no vayas a pensar. Era alguien que le apetecía hablar para hacer su
recorrido más corto. O más enriquecedor.
Yo misma trabé amistad con un muchacho de unos 14 años,
estudiante, que se apeaba en Vilanova. Un día se me acercó para preguntarme
hasta donde iba yo, ya que me veía
seguir en el tren cuando él lo dejaba. Desde entonces, cada vez que me
localizaba se sentaba a mi lado y se pasaba el trayecto hablándome de sus
estudios, de sus padres, de sus amigos, enseñándome dibujos hechos por él y haciéndome
preguntas.
En otra ocasión coincidí, repetidas veces con un hombre de
mediana edad que sacaba de una mochila una cámara de fotos muy profesional y
retrataba a una pareja algo madurita demasiado acaramelada para serlo de hecho
y que, por supuesto, no se enteraba de nada aunque siempre convergieran con el fotógrafo
(y conmigo, claro). Deduje que era un detective contratado por el marido de
ella o por la esposa de él.
Ya ves, podría
escribir páginas y páginas (pantallas y pantallas) con todo el batiburrillo que
se observa viajando en un tren de cercanías. Ese que se me escapa.