martes, 18 de junio de 2013

VIAJE HETEROGÉNEO

Estoy diciéndome calma, calma, si no es éste, será el próximo, pero el pulso se me acelera, aprieto el paso, me ahogo, jadeo, hiperventilo… ¡se me escapa!

Cada vez la misma historia que podría explicarse si estuviéramos hablando de un ferrocarril de largo recorrido que no volverá a pasar hasta mañana. Mi ansiedad está motivada por un tren de cercanías que circula, máximo, cada media hora y que, para colmo de simplezas, ni siquiera tengo una cita a la que necesito ser puntual. Salgo de casa con la firme voluntad de caminar serena y pausada, pero a medida que me acerco a la estación, voy inquietándome y prácticamente corro sin respiración.

Lo mío es lo que debiera llamarse el síndrome de “voy a perder el tren”. Y  no tiene cura. Lo digo con conocimiento de causa porque lo he probado todo: distraerme, engañarme, tomarme pastillas para la ansiedad, ir acompañada, incluso hablar con un psicólogo. Razonar, razonar y razonar… Nada. No me moriré de ello, pero moriré con ello.

Algo debe tener ese vehículo para que además se filosofe con él. Uno puede “perder el tren” ante cualquier acontecimiento al que no tenga ánimo de enfrentarse o al que ya no llega a tiempo de hacerse con él. ¿Será esa la lectura de mi reacción?

Nunca se me ocurre pensar que el avión volará sin mí. O que el autobús cerrará sus puertas en mis narices. O que el barco retirará la pasarela antes de que yo llegue… Ahhhh, pero perder el tren, perder el tren… Eso son palabras mayores.

Pues bien, he llegado. Aquí estoy plantada en el andén. Y hasta tendré que esperar la aparición  del convoy, también como siempre. Porque, en definitiva y paradójicamente, no recuerdo que se me haya escapado un tren en toda mi vida.

Y ahora viene lo que realmente quería explicar… Pretendía hablar de la diversidad viajera en un transporte de cercanías, en absoluto comparable a ningún otro  medio de locomoción urbana, interurbana o internacional, por tierra, mar o aire.

La megafonía anuncia su llegada por la vía 2 y lo veo acercarse. Una vez he entrado en él, elijo un asiento orientado en el sentido de la marcha, junto a la ventanilla. E inmediatamente me rodean tres chicos de dieciséis o diecisiete años, poco más o menos, con moderna indumentaria rapera que empiezan a hablar a voces. Es una conversación pendenciera como la de los malos en una película del oeste. Se ve que son unos chulitos que quieren hacerse notar pero a mí me dan escalofríos.

-¿Sabes el Manu? Pues le di un par de guantazos cuando menos se lo esperaba. Ese tío me pone de los nervios.

-A mi me han soltao esta mañana. He estao dos días en ese cuartelillo de poca monta, acusado de armar camorra.

Desde otro asiento que no logro ver, se oye, a dúo probablemente con la  pasajera que la escucha desafinando un montón, un tema de Shakira. 

 -¿Dos días sólo por eso?

-Y porque no podían quedarse conmigo más. No es legal. –engola la voz:- Sal de este pueblo que no te vea yo más por aquí, me ha chillao.

Con gusto me pondría de pie y me cambiaría de sitio. Pero confieso que me dan miedo. No vayan a malinterpretarlo. ¿Qué digo? No vayan a interpretarlo como lo que es: una huida en toda regla.  Me encojo, abro un libro y finjo leer, incapaz de concentrarme.

El que lleva la voz cantante, da una orden:

-Vosotros bajaros aquí, que yo me voy hasta Barcelona a tener unas palabritas con ese pavo, –se carcajea:- Como no tenga aprendida la lección, le pincho, os juro que le pincho. A ver qué pasa con las papelinas, que de mi no se ríe nadie.

Suspiro aliviada ya que, él mismo, también se ha marchado decidido ocupar otro asiento.

Las plazas, aun calientes, son ocupadas por una madre joven, su hijo, un chico de unos catorce años y un gran bolso de viaje. El niño es un pesado que reclama constantemente la atención de mamá:

-Mamaaaa, ráscame la espalda, mama.

Y no calla.

Para mi sorpresa, la madre le tumba boca abajo sobre su regazo, le sube la camiseta y le masajea el dorso en amorosa caricia llena de sensualidad.

Me digo tú a lo tuyo y, ahora sí, me centro en la lectura. Por poco rato. Tras de mí, una voz masculina se está lamentando de sus condiciones laborales y otra reclama a chillidos un pedido de folletos por medio de un teléfono móvil.

Al otro lado del pasillo, una señora de mediana edad que masca chicle,  teje a ganchillo, ajena a todo, con una pericia envidiable. Es una labor primorosa y avanzada que certifica horas y horas de dedicación. 

Una voz monocorde y apática se me está acercando. Pertenece a una casi chiquilla morena con aspecto de rumana que probablemente no sabe lo que dice. Se ha aprendido las frases de memoria y no le pone ningún sentimiento. Lleva  un bebe en brazos  y lo que explica es que como no tiene trabajo, no puede comprar leche ni pañales para él y que, además, ha de cuidar de unos padres ancianos y enfermos. Los pasajeros de este vagón no le hacemos caso. Tal vez tenga más suerte en el próximo.

En este ínterin, madre e hijo han cambiado las tornas: ella descansa sobre las rodillas del muchacho y él le rasca la espalda a ella.

No sé. Me da una sensación…, incestuosa. Mal pensada, no juzgues: tú a lo tuyo.

Es como ese chaval que ya es la tercera vez que le veo meterse en el lavabo: entra desmadejado y sale eufórico y con los ojos brillantes. Parece que se hubiera hecho una paja o fumado un porro o esnifado cocaína.

Vale ya. Tú a lo tuyo.

No hay duda, eso que oigo es un acordeón. Debe ser alguien del Este, interpretando una melodía muy triste. Recuerdo fragmentos de su letra: “cuando tú te hayas ido me invadirán las sombras…Y en la penumbra vaga de la pequeña alcoba…me acariciabas toda…”. Y la música llora y llora.

¿Y este qué quiere? Va dejando un papel escrito en la falda de cada uno de los pasajeros, sin mediar ni una sola palabra. Cuando llega al último del compartimento, desanda el camino y los va recogiendo. Casi no me da tiempo a leerlo de reojo, porque ninguno queremos comprometernos tocándolo. Escribe que es un maestro que ha sido despedido y que tiene dos hijos por criar y una mujer en el paro.

Cielo santo, qué difícil es la solidaridad. ¿Qué se supone que podemos hacer nosotros con unas pocas monedas y tanta gente pidiendo algo?

Hubo un tiempo en que realizaba este recorrido cada día a la misma hora, como muchas otras personas que estudian o trabajan fuera de su localidad.  Entonces resultaba que en el andén te encontrabas con las mismas caras. No era de extrañar que se te acercara alguno y te comentara lo mucho que le gustaba tu color de pelo y que ya se había fijado en que leías libros muy interesantes. No era nadie que quisiera ligar, no vayas a pensar. Era alguien que le apetecía hablar para hacer su recorrido más corto. O más enriquecedor.

Yo misma trabé amistad con un muchacho de unos 14 años, estudiante, que se apeaba en Vilanova. Un día se me acercó para preguntarme hasta donde iba yo,  ya que me veía seguir en el tren cuando él lo dejaba. Desde entonces, cada vez que me localizaba se sentaba a mi lado y se pasaba el trayecto hablándome de sus estudios, de sus padres, de sus amigos, enseñándome dibujos hechos por él y haciéndome preguntas.

En otra ocasión coincidí, repetidas veces con un hombre de mediana edad que sacaba de una mochila una cámara de fotos muy profesional y retrataba a una pareja algo madurita demasiado acaramelada para serlo de hecho y que, por supuesto, no se enteraba de nada aunque siempre convergieran con el fotógrafo (y conmigo, claro). Deduje que era un detective contratado por el marido de ella o por la esposa de él. 

Ya ves, podría escribir páginas y páginas (pantallas y pantallas) con todo el batiburrillo que se observa viajando en un tren de cercanías. Ese que se me escapa.