A una
mujer, cuando uno no sabe qué regalarle, siempre y cuando no esté lo
suficientemente motivado como para obsequiar el abrigo de visón, el anillo de
diamantes, o el Ford Mustang, se le
compra o una caja de bombones (fatal para la línea), o un ramo de flores. Por
si acaso quieres cumplimentarme con un presente, omite, por favor, el ramo de
flores y sustitúyelo por una florida maceta con raíces. Y, aunque no viene a
cuento, tampoco apreciaré el abrigo de visón, no vayas a creer. De todo lo
otro, incluidos los bombones, podemos hablar.
Leí una vez
que los auténticos aborígenes australianos respetan a las flores porque las
flores son génesis de simientes y frutos. Sólo en caso de graves enfermedades
se permiten recolectarlas para elaborar algún ungüento o pócima curativa. No es
que yo pretenda seguir esa filosofía. Es más bien que me parece como triste: la
vida es efímera en una flor cortada y no tiene después. A lo sumo será prensada,
aplastada aun hermosa, por entre las páginas de un grueso libro (y lo escribo
convencida de que se trata de una opción romántica y demodé que probablemente
–salvo las artesanas que montan cuadritos para vender en los mercadillos-, ya no practican ni las damas más ancianas y
nostálgicas).
Cuando paseo por
esos majestuosos jardines tan bien trazados, con árboles esculpidos, con ramas
forzadas para conseguir la estética figura imaginada por el diseñador, con
especies tan armónicamente agrupadas por sus premeditadas flores y sus matices
de color, con los requetedibujados – y tantas veces laberínticos- senderos de
sombras y luces deliberadas por un paisajista reconocido, todo ello potenciado
por la sutil banda sonora de los gorgoritos del agua en fuentes o cascadas
inducidas, siento admiración y aversión al mismo tiempo.
E igual me
pasa con los bonsái, esos arbolitos de origen chino adoptados por el Japón y,
hoy en día por todo el mundo, enanos a base de
tesón y poda. No
puedo evitar compararlos con la tradición de los pies vendados y torturados de
sus mujeres en función de una superflua belleza. Y, tirando de este hilo,
también los relacionaría con tantas y tantas operaciones de cirugía estética.
Incapaces
de digerir, entender o valorar la seducción de lo originario, de lo que es por
definición, por cuna, sólo nos satisface su manipulación. Necesitamos
recrearlo, como si quisiéramos dar una lección a la naturaleza: “Nosotros lo
hacemos mejor. Nos sale más bonito. Perfecto.”
Quedamos
pues que a mí mejor me obsequias con una maceta. Y, no me lo digas, porque ya
lo sé: eso es en cierto modo una incongruencia. ¿Qué tiene de auténtico una
planta cautiva así? ¿Acaso existen bosques, junglas o selvas de tiestos de un
modo espontáneo?
En mi
descargo te diré que es la manera que conozco (¿egoísta?) de acercar vegetación
y lozanía, sin excesivo trauma por parte de ellas, al cemento de nuestros
hogares.
Las plantas
nos procuran un plus de oxígeno. Podríamos decir que, si no fuera por ellas, no
lograríamos respirar. Y eso, por poco, es contradictorio porque hay ejemplares
tan bonitos que casi te dejan sin aliento.
Yo no tengo
variedades muy espectaculares, pero las quiero igual. Y es verdad que, como
pasa con los niños, te gusta verlas desarrollarse y crecer. Te emboba el
capullito que de pronto descubres en la punta de un tallo, escondido entre el
verdor del follaje. Y, casi instintivamente, lo vigilas para controlar como
progresa y engorda, procurando que nada interrumpa su proceso. De cuando en
cuando, deslizas delicadamente tus dedos por su contorno en un cómplice mimo. Y
cuando al fin culmina y estalla, ¡qué alegría!, los ojos y el corazón se te llenan
de su color.
-¡Mira,
mira! Ya tiene una flor.
Se la
enseñas a todo el que viene, orgullosa, como si fuera de tu familia. Y sí, esa
flor como ha nacido contigo, es algo muy tuyo, algo de ti.
¿Y las
hierbas aromáticas? Cómo me gusta pasar dulcemente la palma de la mano por el
desorden de sus hojas en “vuelo rasante”, sólo por el placer de ventear su
aroma por la habitación y conservarla aun unos minutos entre los dedos.
No se si te
pasa como a mí, que a veces me despisto y me olvido de ellas, pero en cuanto
les das un chorrito de agua, no sabes cómo se animan y te lo agradecen. A ti,
que eres su compañero.
Déjame que
te explique: cuando soy yo la que me ausento por un tiempo, siempre
dejo a alguien de confianza al cuidado de “mi vergel”. Se con seguridad que se las
mima, pero aun así las plantas van
perdiendo frondosidad y verdor. Día a día, son atacadas por despiadadas plagas
de pulgones, cochinillas y otros insectos malignos. Si están en flor, de repente van escupiendo uno a uno
todos sus pétalos y terminan. En una palabra, se llenan de tristeza y, si no llegas
a tiempo, más de una puede morir de desesperación.
Si una de
mis plantas fallece, no me es indiferente. Para mí es un fracaso, un sinsabor…
No he estado con ella, ni he sabido darle lo que necesitaba. Pero si la veo
renacer a mi regreso, si advierto como la sabia vuelve a circular por sus
órganos y adivino su verde sonrisa, se que hemos regenerado nuestro sólido
lazo: nuestro amor vegetal.