martes, 16 de julio de 2013

Amor Vegetal

A una mujer, cuando uno no sabe qué regalarle, siempre y cuando no esté lo suficientemente motivado como para obsequiar el abrigo de visón, el anillo de diamantes, o el Ford Mustang, se  le compra o una caja de bombones (fatal para la línea), o un ramo de flores. Por si acaso quieres cumplimentarme con un presente, omite, por favor, el ramo de flores y sustitúyelo por una florida maceta con raíces. Y, aunque no viene a cuento, tampoco apreciaré el abrigo de visón, no vayas a creer. De todo lo otro, incluidos los bombones, podemos hablar.

Leí una vez que los auténticos aborígenes australianos respetan a las flores porque las flores son génesis de simientes y frutos. Sólo en caso de graves enfermedades se permiten recolectarlas para elaborar algún ungüento o pócima curativa. No es que yo pretenda seguir esa filosofía. Es más bien que me parece como triste: la vida es efímera en una flor cortada y no tiene después. A lo sumo será prensada, aplastada aun hermosa, por entre las páginas de un grueso libro (y lo escribo convencida de que se trata de una opción romántica y demodé que probablemente –salvo las artesanas que montan cuadritos para vender en los mercadillos-,  ya no practican ni las damas más ancianas y nostálgicas).

Cuando paseo por esos majestuosos jardines tan bien trazados, con árboles esculpidos, con ramas forzadas para conseguir la estética figura imaginada por el diseñador, con especies tan armónicamente agrupadas por sus premeditadas flores y sus matices de color, con los requetedibujados – y tantas veces laberínticos- senderos de sombras y luces deliberadas por un paisajista reconocido, todo ello potenciado por la sutil banda sonora de los gorgoritos del agua en fuentes o cascadas inducidas, siento admiración y aversión al mismo tiempo.

E igual me pasa con los bonsái, esos arbolitos de origen chino adoptados por el Japón y, hoy en día por todo el mundo, enanos a base de tesón y poda. No puedo evitar compararlos con la tradición de los pies vendados y torturados de sus mujeres en función de una superflua belleza. Y, tirando de este hilo, también los relacionaría con tantas y tantas operaciones de cirugía estética.

Incapaces de digerir, entender o valorar la seducción de lo originario, de lo que es por definición, por cuna, sólo nos satisface su manipulación. Necesitamos recrearlo, como si quisiéramos dar una lección a la naturaleza: “Nosotros lo hacemos mejor. Nos sale más bonito. Perfecto.”

Quedamos pues que a mí mejor me obsequias con una maceta. Y, no me lo digas, porque ya lo sé: eso es en cierto modo una incongruencia. ¿Qué tiene de auténtico una planta cautiva así? ¿Acaso existen bosques, junglas o selvas de tiestos de un modo espontáneo?

En mi descargo te diré que es la manera que conozco (¿egoísta?) de acercar vegetación y lozanía, sin excesivo trauma por parte de ellas, al cemento de nuestros hogares.

Las plantas nos procuran un plus de oxígeno. Podríamos decir que, si no fuera por ellas, no lograríamos respirar. Y eso, por poco, es contradictorio porque hay ejemplares tan bonitos que casi te dejan sin aliento.

Yo no tengo variedades muy espectaculares, pero las quiero igual. Y es verdad que, como pasa con los niños, te gusta verlas desarrollarse y crecer. Te emboba el capullito que de pronto descubres en la punta de un tallo, escondido entre el verdor del follaje. Y, casi instintivamente, lo vigilas para controlar como progresa y engorda, procurando que nada interrumpa su proceso. De cuando en cuando, deslizas delicadamente tus dedos por su contorno en un cómplice mimo. Y cuando al fin culmina y estalla, ¡qué alegría!, los ojos y el corazón se te llenan de su color.

-¡Mira, mira! Ya tiene una flor.

Se la enseñas a todo el que viene, orgullosa, como si fuera de tu familia. Y sí, esa flor como ha nacido contigo, es algo muy tuyo, algo de ti.

¿Y las hierbas aromáticas? Cómo me gusta pasar dulcemente la palma de la mano por el desorden de sus hojas en “vuelo rasante”, sólo por el placer de ventear su aroma por la habitación y conservarla aun unos minutos entre los dedos.

Así he logrado mantener una buena relación, y bastante estrecha con (no quisiera olvidarme de ninguna por no herir su sensibilidad) ficus, potos, yerbabuenas, albahacas, romeros, orquídeas, buganvillas, aspidistras, yucas, geranios, cactus, aloes veras, lavandas, rosales, margaritas… Y como el roce hace el cariño, a fuerza de vivir juntas y respetarnos, hemos creado un vínculo bien parecido al amor.

Te voy a contar algo que seguramente no te vendrá de nuevas: las plantas también sienten. Les gusta la música. Agradecen que las hables, que las expliques cosas. Necesitan que las limpies, que las cuides y protejas de enfermedades… Al estar recluidas, requieren más atención. No se quejan, pero se mustian.

No se si te pasa como a mí, que a veces me despisto y me olvido de ellas, pero en cuanto les das un chorrito de agua, no sabes cómo se animan y te lo agradecen. A ti, que eres su compañero.

Es bien verdad que, cada año, alguna de estas especies me abandona largas temporadas dejando melancolía y desnudos tallos como testimonio de que la mía es su casa y que por eso, algún día regresará. Pero yo acato las condiciones de nuestra estrecha relación y me comprometo a cuidar y mantener su territorio limpio y con los nutrientes necesarios para que no le falte nada cuando regrese. Es más, espero impaciente e ilusionada su retorno. 
   
¿Crees que son patrañas o alucinaciones?

Déjame que te explique: cuando soy yo la que me ausento por un tiempo, siempre dejo a alguien de confianza al cuidado de “mi vergel”. Se con seguridad que se las mima, pero aun así las plantas van perdiendo frondosidad y verdor. Día a día, son atacadas por despiadadas plagas de pulgones, cochinillas y otros insectos malignos. Si están en  flor, de repente van escupiendo uno a uno todos sus pétalos y terminan. En una palabra, se llenan de tristeza y, si no llegas a tiempo, más de una puede morir de desesperación.

Si una de mis plantas fallece, no me es indiferente. Para mí es un fracaso, un sinsabor… No he estado con ella, ni he sabido darle lo que necesitaba. Pero si la veo renacer a mi regreso, si advierto como la sabia vuelve a circular por sus órganos y adivino su verde sonrisa, se que hemos regenerado nuestro sólido lazo: nuestro amor vegetal.